31/12/11

Feliz ¿año nuevo?

Estamos subidos en una gigantesca peonza que recorre el universo a una velocidad que se escapa de toda imaginación.
‘Gigantesca’ porque la Tierra es una cuasiesfera que pesa casi 6.000 trillones de toneladas y ocupa algo más de un millón de billones de metros cúbicos de sistema solar.
Aunque parezca imposible, esta bola enorme, de más de 40 mil kilómetros de perímetro, con una superficie que, extendida, ocuparía 510 millones de kilómetros cuadrados, gira sobre sí misma, como una ‘peonza’, a más de 1.600 kilómetros por hora (en el ecuador; en el eje de rotación, está prácticamente quieta).
Por si fuera poco, este trompo descomunal además se desplaza -a 107 mil kilómetros por hora- girando alrededor del sol. (Por cierto, que la Tierra y el Sol -y todo el Sistema Solar- también se mueven dentro de la Vía Láctea, a más de 980 mil kilómetros por hora; una galaxia que, a su vez, navega por el firmamento a una velocidad aún mayor).
Como si se tratara de un estadio de atletismo -en este caso, prácticamente circular-, alrededor del Sol hay una pista de carreras con varias calles. La nuestra, la tercera, tiene una cuerda de más de 900 millones de kilómetros. Los planetas que viajan por las calles más cercanas completan sus vueltas mucho más rápido (Mercurio da la vuelta al Sol en menos de tres meses; Venus tarda siete meses y medio), mientras que los corredores más alejados del centro hacen una carrera por su cuenta (casi 165 años tarda Neptuno en completar cada circunferencia).
Esta larga introducción (por cuyas imprecisiones pido humildemente disculpas a todos los astrofísicos presentes en la sala) viene a cuento de la actual colocación de la pancarta de meta en este inmenso velódromo cósmico. Es decir ¿en qué lugar de la órbita terrestre hay que empezar a contar cada vuelta? O, dicho de otra manera, ¿qué día empieza el año nuevo?
Aunque los más osados aseguran que la Tierra ya ha dado más de cuatro millones y medio de vueltas al Sol (la primera mitad de la carrera, sin tripulación), sólo en las últimas 3.000 o 4.000 circunvalaciones ha habido interés por medirlas, cronometrarlas y, en definitiva, preverlas, para anticipar cuándo, en qué momento de cada vuelta, llegarían las lluvias, el calor o las cosechas.
Buena parte de la humanidad (si no la más numerosa, sí la más influyente) se rige por el calendario gregoriano, el occidental, el que fija el inicio del año el primer día del mes de enero, pero no en todo el planeta se utiliza el mismo convencionalismo.
El 28 de septiembre -1 de tishrei- comenzó el año 5772 para el pueblo judío. Los musulmanes estrenaron año nuevo (el 1433 de la Hégira) el pasado 27 de noviembre, para ellos el 1 de muharram. Los chinos iniciarán el 23 de enero su año 4710 (el año del dragón). Los persas esperarán hasta el 20 de marzo (1 de farvadin) para brindar por el nuevo 1391, y un día después llegará el año nuevo al Índico (1 de caitra de 1933). Para los nostálgicos del calendario republicano francés, el año 219 comenzó el primero de vendémiaire (el pasado 24 de septiembre)
¿Cómo se eligen estas fechas? La mayoría de los calendarios tienen su origen en la necesidad de preparar las labores del campo. Por ello, se solía hacer coincidir el principio del año con el equinoccio de otoño (así lo hicieron los egipcios, así se hizo con el calendario republicano francés, y así se hace actualmente en los centros educativos, para el año hidrológico y para la liga de fútbol) o con el de la primavera (el caso, entre otros, de los antiguos chinos), con los ciclos lunares o con las apariciones de determinadas estrellas (fundamentalmente, Sirio). Con el paso del tiempo, y con las correcciones que han tenido que incorporar todos los sistemas de medición -sin excepción-, las fechas se han ido moviendo y adaptando a otro tipo de necesidades (principalmente, administrativas).
En nuestro caso, la adopción del 1 de enero como inicio del cómputo anual se la debemos -¿cómo no?- a los antiguos romanos y a su animus belli. Inicialmente, el año romano comenzaba en marzo (martius), el segundo mes era abril (aprilis), el tercero, mayo (en honor de Maius, dios de la abundancia), y el cuarto, junio, dedicado a Juno. Le seguían, en quinto lugar, quintilis (que luego se denominó julio, en honor a Julio César), sextilis (el futuro agosto, por Octavio Augusto), septembris (el séptimo), octobris (el octavo), novembris (el noveno) y decembris (el décimo). El primitivo año romano se completaba con januarius (el mes de Jano) y se cerraba con el mes de las februa, o purificaciones -februaris-, con 28 o 29 días según las necesidades.
Sin embargo, a los militares, que comenzaban sus hazañas bélicas en primavera (en el mes de Marte), les venía mejor adelantar un par de meses el año nuevo, y así tener tiempo para preparar las campañas, provisionarlas, y reclutar e instruir a los legionarios. Gracias a ellos, septiembre no es el mes séptimo sino el noveno, y el día bisiesto no es el último del año sino el sexuagésimo.
En sentido estricto -y a falta de criterios objetivos-, cada instante comienza una nueva vuelta al Sol. ¿Qué más da que nos quedemos con el calendario gregoriano, con el chino o con el escolar, o que situemos nuestro año nuevo el día de nuestro cumpleaños? Se trata de meros convencionalismos que apenas nos sirven para rendir cuentas y realizar predicciones. ¿Qué sería de los pronósticos del FMI, de la OCDE, de la FUNCAS…, de las estadísticas del INE, del CSIC, del IESA…, de los programas de la UE, de la UN, de la OMS… si no estuviésemos de acuerdo en que los años van de enero a diciembre?
Y, sobre todo, ¿qué seria de MovistarVodafone y Orange sin los cientos de millones de eseemeeses, whatsapps y similares con los que nos felicitamos el año nuevo?
Esas sí que son macrocifras.

[Esta entrada es una simple actualización de Feliz año nuevo, publicada en enero de 2009]

28/12/11

El día de los inocentes

Con la que está cayendo, me sorprende que siga habiendo tantos ciudadanos crédulos, ingenuos, cándidos y confiados. Rozando la proverbial inocencia, vamos.
Debe de ser que me he vuelto extremadamente escéptico o que -daños colaterales de mi oficio- escucho a demasiada gente, pero me asombra la facilidad con que la caterva convierte en propios algunos mensajes ajenos que, vistos en perspectiva, antes tendrían que indignarles y soliviantarles.
Un ejemplo: aparece un político -del partido que sea, me da igual- se sube al estrado y le suelta una trola al respetable para argumentar cualquier tropelía pasada, presente o futura. Da lo mismo que pretenda justificar una debacle electoral, una congelación salarial o un atraco a mano armada: el personal atiende, asiente y aplaude (alguno, hasta vitorea). Les basta con una pequeña dosis de empatía para vencer cualquier sombra de duda, para convertirse en apóstoles de la verdad (de la Única Verdad) y para defenderla ante el más selecto de los cenáculos, en cualquier tertulia tabernaria o en la más aburrida sobremesa del más aburrido reencuentro de antiguos alumnos.
El más ligero asomo de espíritu crítico sale por la ventana cuando el mensaje del mesías entra por la puerta, voceado por columnistas, informadores y opinantes. Sólo -y siempre- es cierto lo que dicen los nuestros (digan las barbaridades que digan), aunque seamos conscientes de que nos perjudica. He oído a trabajadores en precario defender a sangre y espada una "inevitable" reforma laboral que les va a enviar indefectiblemente al paro; he asistido a asambleas autocomplacientes que siguen depositando su confianza ciega en el líder que, una y otra vez, les guía hacia el abismo; he visto a funcionarios pidiendo el voto para quien les advirtió de que les reduciría el salario, y a pobrepensionistas que ya han empezado a pagar en la farmacia y aún lo justifican.
Hemos caído en la trampa de la sociedad de la información: nos han hecho creer que nos ofrecían todos los datos para que extrajéramos nuestras propias reflexiones, cuando en realidad no hacemos sino firmar a pie de folio conclusiones interesadas -como si las hubiésemos redactado nosotros- sin haberlas leído siquiera. Nos convencen de que hemos detectado el problema, de que lo hemos diagnosticado y de que hemos elegido la solución idónea, sólo porque nos han enseñado a pronunciar "recesión", "deflación" y "deuda soberana" en varios idiomas.
Nunca me ha preocupado que otros piensen distinto que yo, ni me ha molestado que intenten convertirme a su causa, Ni siquiera me parece mal que, coyunturalmente, haya quien actúe en contra de sus intereses y de sus ideales. Lo que no entiendo es la candidez y la ingenuidad de quienes confían irracionalmente en argumentos ajenos, sólo por venir de quienes vienen.
Será que hoy es el día de los inocentes. Y que ya hemos olvidado cómo terminó aquella historia.

20/12/11

Borbones S.L.

Anda alucinado el personal con los turbios tejemanejes de su excelencia el duque. Alucinado ando yo ante tanta alucinación: ¿de qué se sorprenden? Al fin y al cabo ¿qué es una casa real si no un negocio?
Las monarquías europeas tienen su origen en las guerras que, durante la Edad Media, asolaron el continente. Los ejércitos costeados por los nobles feudales arrasaban campos y villas, ocupaban las ciudades y arrastraban a sus habitantes bajo los pies de su señor. En aquellos terribles años de muerte y barbarie, florecieron las cinco o seis grandes estirpes reales, vencedoras en los campos de batalla, que firmaron con sangre -ajena- sus títulos de propiedad sobre las tierras devastadas; escrituras espurias que han ido pasando de padres a hijos y que -siglos más tarde- continúan exhibiendo sin pudor como argumento para perpetuar sus privilegios medievales. Más de mil años después de la muerte de Hugues Capet -fundador también de la Casa de Borbón-, sus sucesores se mantienen aferrados al cromosoma que -presuntamente- les vincula, para reivindicar su herencia.
En el caso de España, la legitimidad de la dinastía reinante es aún más estrambótica. A finales del s. XVII, un capeto nacido en Versalles -Philippe de Bourbon- reclamó para sí el trono de Madrid, vacante desde la muerte del último de los Habsburgo -Carlos II el Hechizado-, un primo más que lejano. Ese remoto parentesco le bastó para ser coronado -Felipe V-, para que reinaran en España tres de sus hijos -Luis I, Fernando VI y Carlos III- y para garantizar el porvenir de -hasta el momento- siete generaciones más de reyes y reinas.
La Casa de Borbón es una empresa familiar que llegó en 1700 con evidente vocación de quedarse. Más que en gobernar, se han especializado en superar sus propias crisis, aferrarse al cetro y aceptar cualquier condición con tal de recuperar la poltrona, cada vez que han sido apeados. No han dudado en negociar con invasores, apoyar a golpistas o ceder territorios a cambio de conservar su domicilio social en la plaza de Oriente.
Pero, por si fuera poco, el último siglo nos ha revelado una nueva marca genética: su habilidad empresarial y su buen ojo para los negocios. El recuerdo del exilio de Isabel II animó a Alfonso XIII -nieto de la reina castiza- a desconfiar del futuro, a invertir su patrimonio personal y a guardar en bancos de París y Londres sus ahorrillos (48 millones de euros, al cambio actual). Negocios, por otro lado, no siempre de ética ejemplar: en 1924, Vicente Blasco Ibáñez acusó a Alfonso XIII de prolongar injustificadamente la Guerra de Marruecos porque el transporte de soldados estaba enriqueciendo a la Compañía Transmediterránea, de la que el rey era accionista; también se relacionó al soberano falangista -fue padrino de bodas de Franco, se autoproclamó "falangista de primera hora" y donó un millón de pesetas a la causa fascista- con las entonces clandestinas carreras de galgos y con la incipiente industria del cine porno (a través de la productora Royal Films).
Algo más torpe anduvo su hijo Juan, que acabó dilapidando su herencia y tuvo que recurrir a la caridad de los fieles monárquicos para pagar el recibo de la luz de Villa Giralda (su residencia en Estoril). El mayor de sus hijos varones -Juan, también- se conjuró para desterrar aquellas fatiguitas ("-¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!") y firmó todo lo que le colocaron bajo la pluma: se casó con quien le ordenaron, juró las leyes franquistas y hasta se cambió el nombre por el de Juan Carlos -debió de haber sido Juan III- para esquivar un conflicto paterno-filial. Aprendió de su abuelo que hay que llenar el calcetín por si las cartas vienen mal dadas y, en lugar de rodearse de aristócratas, formó una corte de empresarios y banqueros. Luis Valls (presidente del Banco Popular) administró los altruistas donativos que la real pareja comenzó a recibir nada más casarse (Ruiz Mateos decía llevar los fajos en maletas de loewe) y que le sirvieron para invertir aquí y allá; Manuel Prado y Colón de Carvajal (el del escándalo KIO) también estuvo postulando y negociando -presuntamente- en nombre del rey, más allá de las arenas. Miguel Arias, Alejandro Arroyo, Mario Conde, Jaime Cardenal, Javier de la Rosa, José Escaño, Oliver Mateu, Marc Rich, Pedro Serra, Francisco Sitges o Vázquez Alonso -entre otros muchos influyentes hombres de negocios- forman o han formado parte del círculo más íntimo del soberano, plagado de operaciones, regalos, comisiones y opacos negocios. Juan Carlos, que tuvo que pedir a los leales monárquicos que sufragaran los gastos de su viaje de bodas porque él no podía, dispone ya de una considerable fortuna: 554 millones de euros (según Eurobusiness) o 1.790 millones de euros (según Forbes, que incluye los palacios patrimonio del estado), y 36 millones de euros en cuentas suizas (según el libro de Patricia Sverlo "Juan Carlos, un rey golpe a golpe").
La Casa de Borbón es una empresa familiar en la que nadie pide el finiquito (que le pregunten a la reina consorte por qué lleva años fingiendo que nada sabe de María Gabriela de Saboya, de Olghina de Robiland -madre de Paola, la que asegura tener sangre real-, de Bárbara Rey, de Marta Gayá, de Julia Steinbush o de Corinna zu Sayn Wittgenstein; por lo menos, Sofía consiguió que Felipe González enviase a Julio Feo a recuperar el patrimonio confiscado a Constantino de Grecia, y que su hermana Irene -la tía Pecu- se fuera a vivir a la Zarzuela, todo incluido), ni cuñados, ni consortes, ni yernos, ni primos. Entre todos se reparten un presupuesto anual de más de ocho millones y medio de euros (mayor que el del ayuntamiento de Aguilar de la Frontera) y, claro, nadie quiere abandonar esa casa.
Ahora alucina el personal con los turbios tejemanejes de su excelencia el duque. Yo sí que alucino.

10/12/11

El tamaño del pene

Observando el nivel de quienes ostentan la responsabilidad de dirigir nuestros destinos, gastar nuestros dineros y tomar las decisiones en nuestro nombre, uno llega a la conclusión de que el actual sistema de elección de representantes tiene bastantes lagunas.
Partimos de un modelo viciado en origen, en el que sólo son elegibles aquellos que han superado en sus partidos un proceso interno habitualmente opaco e injusto, donde suelen triunfar aptitudes, atributos y cualidades que poco -o nada- tienen que ver con las aptitudes, los atributos y las cualidades que deberían de iluminar el ulterior desempeño del cargo para el que indirecta y remotamente salen ungidos. Quienes logran imponerse en el congreso de su formación política, no lo hacen demostrando sus dotes de gobierno ni sus habilidades para la gestión, sino que les basta con exhibir sus facultades para la intriga y el medro, sus dotes de seducción y su buen ojo a la hora de pergeñar alianzas, pactos y complicidades. Con este formato, a menudo quienes terminan por capitanear las naves y afrontar complejas singladuras no lucen en su triste currículum otras virtudes que las del blancor de sus sonrisas, el grosor de sus carteras o -todavía peor- el peso de sus billeteras. Algo así como escoger al jefe de la tribu por el tamaño de su pene.
Cuentan que, cuando a uno de los colaboradores de Kennedy le preguntaron si le creía capaz de imponerse a Nixon en las elecciones de 1960, contestó que para ser presidente de Estados Unidos sólo es necesario ser alto, rico y saber hablar. Richard Nixon acudió al debate televisado -el primero de la historia- sin afeitar, sin maquillar y sin camuflar en su rostro las secuelas de un par de semanas de hospitalización; contra pronóstico, ganó el guapo.
Otro ejemplo: la designación de Rasputín como consejero del último zar de todas las Rusias se basó en su pericia para detener las frecuentes hemorragias que desangraban al zarévich. Bueno, en eso y en la fascinación que provocaba en la zarina Alejandra. (Por cierto -y hablando de penes- en un museo de San Petersburgo conservan en formol el falo de más de veintiocho centímetros que -se supone- paseó en vida el Monje Loco).
Afortunadamente, ya no es posible que una reina -María Luisa de Parma, por ejemplo- haga nombrar primer ministro a uno de sus amantes -por ejemplo, a Manuel Godoy- y sólo queda para el anecdotario el listado de políticos que escalan el escalafón a golpe de hormonas (¿qué fue de aquella Cicciolina que ofreció su cuerpo a Saddam Hussein para evitar la Guerra del Golfo?), pero continúan imponiéndose criterios espurios que, con el paso del tiempo, convierten en lodo aquellos polvos (con perdón).
Mientras que la política siga siendo una profesión (muchos de los ministros empezaron de concejales en su pueblo, como el cursus honorum de los romanos) y tengamos que conformarnos con elegir entre listas cerradas (menú del día: tres primeros, tres segundos, pan, vino y postre), los méritos que encumbren a unos y a otros no serán -sálvese el que pueda- los que en realidad convienen a la mayoría.
Al final va a resultar que el tamaño sí importa.

27/11/11

... y todos los demás han perdido

Yo nunca he estado en el Congreso, ni siquiera de visita (bueno, una vez me hice una foto con uno de los leones, pero eso no cuenta). Quizás por eso me cueste tanto navegar por los recovecos del parlamentarismo.
Nuestro ordenamiento jurídico tiene entre sus objetivos propugnar el pluralismo político (artículo 1 de la constitución) y garantizar su reflejo en las cortes (artículo 66.1), pero no resuelve cómo llevarlo a la práctica. No explica qué hacer con los ciento sesenta y cuatro diputados -representantes de doce de los trece partidos políticos del hemiciclo- que, cuando se constituya el próximo parlamento, y conforme a la legítima aritmética, quedarán eximidos de su obligación -y de su derecho- de nombrar al presidente del gobierno y exentos de cualquier responsabilidad legislativa.
Esta situación, que se hará especialmente patente en la legislatura que viene, ni es nueva ni es exclusiva de las mayorías apabullantes. Por muy exiguos que sean los apoyos salidos de las urnas, siempre aparecen las sumas y componendas precisas para que la mitad más uno anule y arrodille -de "rodillo"- al resto. Después dirán que cada uno interpreta su papel en el teatro de la Carrera de San Jerónimo y que hay un día a día de trabajo de despacho, elaboración de propuestas, enmiendas y proyectos que nunca vemos, pero se quedarán sin argumentos en cuanto se les cuele la imagen de un humilde portavoz de grupo mixto perorando ante centenares de escaños irrespetuosamente vacíos, reflejo de la más cruda realidad: millones de votos se quedan sin voz (papeletas inútiles que, sumadas a las centenares de miles que se pierden en el escrutinio, invitan, convocatoria tras convocatoria, a la concentración de fuerzas, al voto útil y a los acuerdos preelectorales; en suma: al bipartidismo y a la desideologización).
Puesto que el objetivo final de los diputados es elegir gobierno y dictar leyes -eso es, al menos, lo que nos dijeron durante la campaña- sólo el Partido Popular se ha salvado de la quema, por mucho que todos los políticos -sin excepción- exhiban su capacidad de hallar entre los restos del naufragio un dato positivo sobre el que edificar -sólo de cara a la galería- un discurso optimista, ilusionante y esperanzador. Nadie debería de conformarse con crecer (si ese crecimiento sigue resultando insuficiente y estéril), o con formar grupo parlamentario propio (a no ser que únicamente se persiga el lucimiento del líder). Ni satisfacen las victorias morales, ni consuelan las dulces derrotas, y yerra el que acepta ser refugio de descontentos y del voto de castigo. Kavafis se equivocó (al menos, cuando el viaje a Ítaca pasa por las Cortes), porque el camino aquí no es lo que importa, sino la meta. Sólo la meta.
Es evidente que el sistema ya no funciona -si es que alguna vez lo hizo- y que ha llegado la hora de corregirlo. Ya no es necesaria una ley d'Hont que garantice gobiernos estables, ni que una obsoleta asignación de diputados por circunscripciones provinciales castigue a las minorías con la excusa de evitar atropellos territoriales. Ya prescribió nuestra presunta bisoñez democrática que durante décadas excluyó a los ciudadanos de los grandes debates de estado (¿cuándo nos dejarán opinar sobre el rey y la forma de gobierno, el modelo autonómico, el federalismo o la ley electoral?).
Cada vez que se celebran unas elecciones -las eufemísticas "fiestas de la democracia"- sólo unos ganan y todos los demás pierden. ¡Pues vaya una fiesta! Después volverán a sorprenderse y a mostrar su honda preocupación cuando la indignación abarrote las plazas y el porcentaje de abstencionistas les recuerde que el desafecto hacia la clase política y las instituciones ha terminado por reemplazar a la confianza y el compromiso.
Pero es que la democracia no era esto.

21/11/11

El PP no ha ganado...

Con la calculadora en la mano, el Partido Popular no ha ganado estas elecciones. No estoy diciendo que no haya sido el partido más votado -que es evidente-, ni que el próximo gobierno vaya a carecer de legitimidad -186 diputados son la envidia de cualquier presidente-. Digo que, en lugar de ir a ganar, su estrategia ha consistido en aguardar la derrota del rival. El resultado es igual de válido, pero no es lo mismo.
Desde que se restauró la democracia en España, ha habido cuatro relevos en la Moncloa y los tres primeros llegaron avalados por espectaculares crecimientos en los números del aspirante a la corona.
Octubre de 1982: Felipe González arrebató 4,6 millones de papeletas a otras formaciones y pasó de 5,4 a 10,1 millones de apoyos. Marzo de 1996: con 4,4 millones de nuevos votantes, José María Aznar destrozó el techo de su partido y elevó los 5,2 millones que votaron PP en 1989 hasta los 9,7 millones de su primera mayoría. Marzo de 2004: José Luis Rodríguez Zapatero se hizo con la presidencia tras conseguir que le votaran 3,1 millones de electores de otros partidos (creció de 7,9 a 11 millones de votos).
Sin embargo, en noviembre de 2011, con todo el viento a favor y postulándose como la única salida a la crisis, Mariano Rajoy apenas si ha conseguido 550 mil nuevos votantes (tanto Izquierda Unida como UPyD han crecido bastante más), para convertir los 10,2 millones de sufragios de 2008 en los 10,8 millones del pasado domingo.
Con todo, hay que reconocer que la estrategia de campaña ha resultado impecable. El presidente electo ha renunciado a intercambiar votos por promesas imposibles de cumplir y se ha conformado con su colchón electoral, suficientemente mullido. Sabedor de que el rival se desangraba, se ha aplicado concienzudamente en un asedio constante aunque permeable (para consentir deserciones y fugas) y ha dado aliento a una guerrilla (los enemigos de mis enemigos son mis amigos) que ha contribuido a rendir las defensas por los cuatro costados. Rajoy se ha sentado a esperar al cortejo que portaba al cadáver de su enemigo y ha aprovechado el pasillo que abría para colarse hasta la cocina sin mancharse los pies de barro.
Y es que así no se las ponían ni a Fernando VII. En un insólito ejercicio de generosidad política, el PSOE ha repartido más de cuatro millones de votos a diestro y siniestro. Ha prestado cuatro años de gloria a un Cayo Lara que andaba con el dogal echado -a la espera del tiro de gracia- desde las últimas municipales, ha concedido voz y espacio a los jacobinos de Rosa Díez -cuando ni ellos se ponen de acuerdo en qué decir o en dónde situarse- y ha regalado el gobierno vasco -el que haya de venir- a los nacionalistas con piel de cordero. Eso sí: en febrero, congreso ordinario para renovar las fotos y ponerse a la cola, que cuatro años -u ocho o doce- es nada.
Dentro de unas semanas, Rajoy accederá al hemiciclo y se sentará en el primer sillón azul (empezando a contar por la derecha), y lo hará pensando que cuenta con diez millones de cheques en blanco -quien nada ha prometido, en nada puede defraudar- y con una herencia que disculpará cualquier dato negativo que pueda llegar -que llegará- y cualquier decisión impopular que se vea obligado a acometer -que acometerá-. Pero que no olvide que su estrategia tiene un lunar: el PP ha despreciado conscientemente los votos prestados y ha dado el vuelco apoyado exclusivamente en sus incondicionales.
A ver cómo convence ahora a los catorce millones de españoles que eligieron otra papeleta.

10/11/11

¡Ay, Felipe de mi vida!


Hace unos días comí con Felipe González.
Bueno, no con él, pero sí junto a él. Lo suficientemente cerca, el tiempo suficiente y con la atención necesaria como para reflexionar acerca del actual escenario político, compararlo con el que disfrutamos/soportamos hace algunas décadas y extraer algunas conclusiones.
La primera de ellas es que -al margen de los méritos y aptitudes de González como gobernante, de su trayectoria como gestor, de su catadura moral o de su integridad como ideólogo- Felipe es el mejor político español de los -al menos- últimos ochenta años. El prócer socialista reúne, como nadie lo ha hecho, carisma, seguridad, atractivo y oratoria, las cuatro características esenciales del líder que le permitieron en su día -y todavía hoy- imponer sus tesis personales como certezas incuestionables, obtener un nivel de confiabilidad y respeto -entre propios y extraños- nunca conocido, y alcanzar de los suyos un grado de fidelidad y compromiso rayano al acto de fe.
Esta exhibición de poderío me lleva a la segunda de las reflexiones: por encima de la crisis económica, de confianza, de valores y sistémica se esconde una crisis de liderazgo. No sólo en el PSOE, no sólo en España, sino a nivel global. Lejos de afrontar un duelo de altura, las papeletas que se nos ofrezcan el 20N -y en las elecciones del resto de países de la UE- nos obligarán a optar entre lo malo y lo peor. Existe la percepción generalizada de que ninguno de los candidatos a habitar la Moncloa (u otros casoplones por el estilo) dejará una huella imborrable en la historia; de que estamos asistiendo a contiendas entre segundos espadas que en nada se parecen a aquellas en las que medían sus fuerzas Suárez, González, Aznar o Anguita; de que cada vez echaremos más de menos a Helmut Kohl, a François Miterrand o a Bettino Craxi (ni defiendo el cualquier-tiempo-pasado-fue-mejor ni soy partidario de la política-ficción, pero dudo de que los mercados se hubieran atrevido a retar a los líderes europeos de hace veinte años como lo están haciendo ahora).
La política, por encima de los partidos, se sustenta en las personas. En su capacidad de apasionar, de cohesionar, de conducir, de decidir y de convencer, y eso me acerca hasta la tercera -y última- de mis reflexiones: Rosa Aguilar nunca formará parte de la gran familia socialista. El almuerzo electoral de hace unos días fue un reencuentro de viejos amigos en el que contarse las canas y comparar las cicatrices -la mayoría, de heridas recíprocamente infligidas-, donde exhibir las armas y reclamar espacios, donde renovar promesas de lealtad y abrigo. Un momento idóneo para sacar de la cartera fotos amarillas en las que nunca aparece el rostro juvenil de esta recién llegada, una ocasión para recordar a antiguos compañeros y para rememorar otras comidas en otros lugares a los que jamás fue invitada. Y es que, si los viejos amigos no se olvidan, los viejos enemigos, menos, y nunca es tarde para servir un sorbete de venganza bien helado.
Los estrategas que, tras catorce o quince años de retiro espiritual y a punto de cumplir los setenta, planearon este regreso al pasado de Felipe González con la intención de aupar a Rubalcaba, no repararon en que Isidoro, que no sabe hacer de actor secundario, es un telonero que se lleva al público con él cuando se retira, como en Hamelin, después de hacer sonar la flauta, sin importarle que la reina del baile se encuentre de cuerpo presente -aunque de espíritu ausente- sin flashes que la encandilen, aplausos que la estrechen y miradas que la escuchen.
González vino para hacer crecer a los suyos y va a terminar pasándoles por encima. Que cada cual saque sus propias conclusiones.

5/11/11

El silencio de los corderos... griegos

Definitivamente, la democracia es una farsa.
Porque, si no, ¿cómo se explica el terremoto que han provocado Papandreu y su amago de referéndum? El griego, acorralado, no halló otra salida para huir del asedio al que le someten propios y extraños que empuñar un plebiscito como arma arrojadiza, y lejos de alcanzar su objetivo, no ha hecho otra cosa que certificar la defunción de la democracia directa (y constatar, de paso, que la ciudadanía no tiene vela ni en ese entierro).
Es cierto que los gobernantes siempre se han concedido los mecanismos necesarios para desoír la voz de quienes reclaman y para camuflar sus pancartas, pero es que en esta ocasión hemos asistido a una desvergonzada -y avergonzante- vuelta de tuerca: no se puede convocar un referéndum por la sencilla -y única- razón de que el 'no' ganaría aplastante y rotundamente. Es decir, que aun siendo del dominio público que el pueblo griego está absolutamente en contra de las medidas que están adoptando presuntamente en su nombre, en lugar de acomodarlas a la voluntad mayoritaria, se opta por no preguntar. Así hacen como que no lo saben.
Y es que, en esto de las consultas populares frustradas, quien más quien menos tiene algún muerto en el armario. Basta con que el político intuya que el escrutinio le será adverso para que cambie de conversación y -posando con el rictus de impostada madurez democrática- posponga el debate hasta el momento en el que el sosiego y la reflexión posibiliten alcanzar una solución satisfactoria... para él. Bienaventurados los ilusos que esperan a que Mohammed V el Alaouí convoque un referéndum en el Sáhara (consciente de que lo perdería), bienaventurados los ingenuos que confían en que la forma de gobierno en España se someterá algún día al veredicto de las papeletas (supongo que encuestas habrá que recomienden dejarse de aventuras), bienaventurados los independentistas que sueñan con urnas preñadas de votos autodeterminacionistas. Bienaventurados porque de ellos será siempre el reino de la queja.
A Clarice Starling (la poli del libro de Thomas Harris que yo tampoco he leído) no le atormentaban los balidos de los corderos, sino el método de silenciarlos que empleaba el matarife. En nuestro caso -no hay que exagerar- la sordina no proviene del cuchillo censor, pero tampoco esperen que les faciliten un altavoz con el que amplificar los gritos. Antes al contrario. Si Walter Lippmann descubrió el rebaño desconcertado ("del que hemos de protegernos cuando brama y pisotea") y Noam Chomsky advirtió sobre la utilización del pensamiento único y la fabricación del consenso como remedio para domeñar a ese rebaño perplejo, ahora -cuando parecía querer elevar el tono y el volumen de la queja- asistimos a su silenciamiento, programado, consensuado y consentido.
Claro que comprendo el asombrado estupor de los líderes mundiales ante el anuncio de una consulta popular tan gratuita. Si sólo se trataba de conocer la opinión de la calle, ¿para qué preguntar, cuando ya se conocía la respuesta?

26/10/11

Europe's living a celebration

Cuando era pequeño, sólo empleaba la palabra "europa" en las conversaciones con temática musical (lo de eurovisión sí que era entonces un concurso en condiciones) o las discusiones deportivas (con Miguel Muñoz levantando sin hartazgo copas y más copas en blanco y negro). Luego todo cambió.
Europa -como referente de la democracia, la prosperidad, la libertad y el progreso- se convertía en el faro hacia el que enfilar nuestras proas y en el espejo al que intentar asomarnos. El objetivo parecía inabordable, inalcanzable el nivel de vida de los vecinos del norte,  inasumible el sacrificio de la convergencia... imposible llegar a ser como ellos. Hasta que de repente, un día nos despertamos europeos.
Unos nos aseguraban que nuestro paro estructural, nuestro déficit institucional, nuestro retraso industrial, nuestras riñas de vecindad se habían esfumado con la firma del tratado de adhesión. Y nos lo creímos.
En la orilla de enfrente, otros nos advertían de que la Unión Europea no era sino un gran bazar, un enorme cónclave de mercaderes a la búsqueda de nuevos consumidores. Nos avisaron de que, en lugar del pasaporte comunitario, nos estaban expidiendo una tarjeta de crédito. Y no nos lo quisimos creer.
Como escribió Hemingway, París era una fiesta. Como cantaron los triunfitos, en Europa todo es felicidad, y felices fuimos durante algunos años. Pronto nos habituamos a ir de compras al Soho y a pasar el puente en Berlín, a que el Banco Central Europeo redujera los tipos de interés y a que, por un euro, nos dieran dólar y pico. Aprendimos a beber chianti y a comer gouda sin sospechar que se nos terminaría atragantando.
En cuanto la crisis nos ha zarandeado, han salido a la luz nuestras vergüenzas (la insolidaridad y la ambición de las potencias centrales, las fullerías de las regiones mediterráneas, la falta de compromiso de los escépticos) hasta poner en cuestión esa condición de líder mundial de la que tanto habíamos presumido. Como aquel viejo hidalgo que ni en verano se quitaba la capa para esconder que había empeñado la camisa, estamos poniendo en riesgo -cuando no malvendiendo- nuestras más preciadas alhajas (el sistema sanitario, el modelo educativo, el marco de protección social) para convencer a Fitch, a Moody, a Standard y a Poor (que, como los mosqueteros, también son tres -o cuatro, según versiones- espadachines bravucones, pendencieros y vacilones) de que entregaremos los barcos (aunque no los bancos) antes de perder la honra.
Se terminó la fiesta en Europa. Ahora hay que fregar los platos, recoger el confeti y pedir la cuenta. Nos jubilaremos más viejos, co-pagaremos las medicinas y nuestros hijos, para aprender inglés, tendrán que volver a la Británica (o escuchar a Los Beatles, como hicimos nosotros). Renunciaremos al puente de la Inmaculada con tal de que el sistema financiero no se venga abajo y siga habiendo cash para pagar la luz del cuartelillo y el gasoil del camión de la basura.
¡Ah! y para que, a primeros de mes, les ingresen las nóminas a los europarlamentarios, diputados, senadores, parlamentarios autonómicos y concejales que siguen de perfil, denunciando que la culpa es del otro y prometiendo que, con ellos, aparecerá el arco iris. De fiesta, vamos.

9/10/11

Matar al mensajero

Artur Mas, Esperanza Aguirre y Josep Antoni Duran son unos bocazas. Hay muchos más, pero estos tres se han ganado a pulso la nominación gracias a su obstinación en obtener réditos electorales ridiculizando y/o criticando a los andaluces. Dicho esto -e insistiendo en la inoportunidad de determinadas declaraciones-, no comparto que la mejor respuesta a sus agravios sea matar al mensajero.
A mí también me irrita que el molt honorable se burle de los alumnos andaluces como argumento para defender su modelo educativo, pero más que los excesos del rey Artur me preocupa que el último Informe PISA sitúe a nuestra comunidad a la cola de España y demasiado lejos de la media de los países de la OCDE.
Me indigné cuando la condesa de Murillo llamó gallinas -"pitas, pitas, pitas"- a los campesinos andaluces, pero rechazar las salidas de tono de doña Esperanza no implica conformarse con que decenas de miles de jornaleros dependan de los subsidios agrarios (llámense PER, AEPSA, PROFEA, FEIL, FEESL... o cualquier otra combinación de letras).
No voy a disculpar al eterno candidato a ministro cuando asegura que le cargan a él la cuenta del bar de todos los parados de Andalucía, pero que haya pillado a Duran en un renuncio no supone que tenga que asentir cuando leo que la tercera parte de los desempleados ha rechazado una oferta de trabajo en los últimos tres meses.
Resulta mezquino aprovechar el bajo nivel de nuestros estudiantes o las dificultades que atraviesan los jornaleros, para crecer unas décimas en las encuestas de intención de voto, pero no es esa utilización espuria la que ha ofendido la dignidad colectiva de los andaluces -lamentablemente, ya estamos habituados- sino la identidad y el origen de quienes han aireado nuestros trapos sucios.
Nosotros contamos chistes de leperos, nos pasamos horas aplaudiendo a Juan y Medio -versión abuelos y versión nietos- y derrochamos arte pa' rabiar cuando se trata de animar la boda de la señora duquesa, pero nos da una alferecía cuando un  catalán nos dibuja con sombrero cordobés y bailando sevillanas. ¿Quién no conoce a un trabajador en activo que esté cobrando al mismo tiempo una nómina (en negro) y un subsidio de desempleo? Aquí nadie denuncia nada, pero nos parece intolerable que venga otro de fuera a echárnoslo en cara.
Tenemos identificados nuestros problemas, somos conscientes de nuestros defectos y conocemos nuestras fullerías, pero no se nos ocurre otra alternativa que denunciar al denunciante, a sabiendas de que matar al mensajero no soluciona nada, por muy bocazas que sea. Y esos -que conste- lo son.

6/10/11

La calle es mía

Por mucho que Manuel Fraga insista en renegar de su autoría, la frase "la calle es mía" continúa teniendo el mismo sonsonete tardofranquista que adornara a aquel ministro de Gobernación que, en abril de 1976, negó a la oposición democrática su derecho a pasear las banderas del primero de mayo. Será por eso que cada vez que alguien esgrime títulos de propiedad sobre un espacio público, me viene a la mente la imagen triste y en blanco y negro de la España del No-Do.
La calle Cruz Conde no es de nadie. Por más que el argumentario que utilizan los impulsores y los detractores de su peatonalización caiga indefectiblemente en ese error. Piensan los comerciantes que tienen derecho a ordenar ese territorio porque son ellos quienes lo mantienen vivo y activo, y responden los vecinos que es su criterio el único que ha de prevalecer. Por el efecto mariposa, desde todos los barrios alertan de las consecuencias que acarreará modificar los itinerarios del transporte público, mientras los ecologistas reciben con aplausos cada metro cuadrado que el peatón arrebata al motor de explosión.
Yo, que peino canas, recuerdo los coches circulando ante la puerta del Gran Teatro, por la calle Gondomar y por la calle Morería; muchos de nosotros hemos visto vehículos a motor circundando la estatua del Gran Capitán y traspasando los arcos de la Corredera. No sé si queda alguien que aún se oponga a aquellas peatonalizaciones, pero ninguna de ellas fue menos controvertida que la que ahora se debate.
Siempre he estado a favor de una calle Cruz Conde libre de vehículos. Lo defendiera quien lo defendiera y lo rechazara quien lo rechazara. No comparto la necesidad estratégica de reabrir ese vial, ni acepto esa solución como un mal menor. Cuanto más sopeso los pros y los contras, más me reafirmo en la idoneidad de regalar la catalogación de peatonal a una calle que lo viene reivindicando desde casi el momento en que se trazó, allá por mil novecientos veintitantos, cuando la piqueta echó abajo el Hotel Suizo, las Tendillas empezó a ser el corazón de la ciudad y hubo que tirar de tiralíneas para conectar la Córdoba histórica con la Córdoba moderna.
Con todo, lo que más me descoloca son algunos -extraños- posicionamientos y algunos -inapropiados- empecinamientos. A ellos les profetizo que la calle Cruz Conde será peatonal, ahora o dentro de algunos años, cuando alguien más inteligente que nosotros halle la solución a tantos problemas irresolubles que hoy nos impiden alcanzar la orilla.
De los años sesenta es otra frase de Fraga -ésta, sí reconocida-: "Spain is diferent". Cincuenta años después, cuando todas las ciudades apuestan por modelos urbanísticos más conciliadores y menos agresivos, ¡qué diferentes nos empeñamos en seguir siendo!

30/9/11

Sandokán somos todos

Llevo ciento treinta y un días buscando, sin éxito, a alguno de los veinticuatro mil ochocientos cinco cordobeses (o cordobesas) que votaron a Rafael Gómez. De ellos, sólo han confesado su fechoría los miembros de su candidatura (quizás no todos) y los familiares (sólo los muy cercanos); del resto, nunca se supo. Y no tendría que ser tan difícil tropezar con ellos, porque las estadísticas les delatan: de cada seis papeletas recontadas, una llevaba impresa la cara del Sosio, y uno de cada diez lectores de este post votó a Unión Cordobesa.
Por lo tanto, sólo cabe una explicación para resolver este enigma: a Sandokán no le votó nadie porque le votamos todos.
Rafael Gómez es, por definición, el 'cordobés-tipo'. Casi siempre en hipérbole, pero 'cordobés-tipo': platero clandestino, parcelista y perolero; fuengiroleño estacional, socio del Córdoba y hermano cofrade; impositor de Cajasur, peñista y amigo de las Ermitas; fullero, flamenco, cordobita, ateneísta y taurino, y más asiduo de bodegas El Gallo que de la librería Luque.
Nos molesta Sandokán porque nos descubre, nos revela cómo somos o cómo vamos a ser, y nos muestra hacia dónde nos conduce esta sociedad cordobesa, provinciana, pacata e inmovilista, desagradecida y agradaora a partes iguales, que con la misma facilidad cubre de elogios al poderoso que abuchea al inconformista.
Nos molesta Sandokán porque es un desahogao que ha reunido una fortuna haciendo lo que otros muchos pensaron pero no se atrevieron. Que ni se disculpa ni se arrepiente de haber jugado con las cartas marcadas, inventando las reglas y untando al crupier.
Córdoba ha tenido muchas oportunidades de librarse de una imagen de la que -dice que- se avergüenza. Mil veces ha podido apear del pedestal a los custodios con rasgos malayos, pero no lo ha hecho (y presiento que nunca lo hará) porque prefiere resolver sus conflictos a clavelazos, camuflar a sus parados con camisetas azul-capitalidad y aprovechar los acordes del reloj de las Tendillas para silenciar los debates.
Ya está. Ya he encontrado a los veinticuatro mil ochocientos cinco cordobeses (o cordobesas) que votaron a Rafael Gómez. Y no fueron más porque nos pilló en mayo.

25/9/11

¡Ah!, pero ¿había barra libre?

Cuando el teniente de alcalde de Hacienda anunció, hace algunos días, el final de la época del gratis total (como el camarero que solemnemente informa de que se acabó la barra libre y de que quien quiera seguir bebiendo tendrá que pasar por caja), a mí se me quedó cara de tonto-de-cotillón. "-¡Ah!, pero ¿había barra libre? Y yo toda la noche pagando..."
El gratis total murió con Alfonso XI -si no mucho antes- y sus alcabalas. Desde entonces -si no mucho antes-, cada vez que un gobernante nos regala un nuevo puente, un concierto de guitarras, un autobús híbrido, un cheque-libro o un comedor social, carga la factura a nuestra cuenta corriente, por mucho que repita frases del tipo "-El dinero lo pongo yo" y chorradas de esas.
Aunque a nadie le gusta rascarse el bolsillo -pocos sustantivos son tan calificativos: 'impuestos'-, todos tenemos asumido que las carreteras no nacen por generación espontánea y que, si no aportamos nuestra parte, dejará de haber "escuelas gratis, medicinas y hospital", como reivindicaba la murga de Carlos Cano. Lo único que podemos debatir son los criterios por los que se paga.
En un ejercicio de reduccionismo extremo (nunca he pretendido dar una lección magistral), sólo hay dos tipos de tributos: los que gravan nuestras propiedades y los que gravan nuestras actividades [en el primer grupo, se encuentran -por ejemplo- el impuesto de la renta, la contribución y el de vehículos-; en el otro paquete: el IVA, el impuesto de la construcción, el del tabaco y la mayor parte de las tasas y precios públicos que recaudan los ayuntamientos]. Evidentemente, quienes disponen de un vasto patrimonio prefieren que se reduzcan los impuestos y se eleven las tasas (que todo parroquiano abona por igual, sean cuantos sean los ceros de su nómina), mientras que quienes andan pasando fatiguitas reclaman una subida del IRPF (que apenas les pasa rozando) y una rebaja del impuesto de hidrocarburos (que no veas a cómo se ha puesto llenar el depósito de gasoil).
La única decisión del político es elegir entre la A y la B. Nada más. Me apunto -¿cómo no?- a lo de la mejora de la gestión, a lo de la eficacia recaudatoria, a lo de la optimización de recursos, a lo de la racionalización del gasto... pero eso es independiente: ¿la A o la B? Que estudien las consecuencias de cada modelo fiscal (cómo afecta a las inversiones, a la creación de empleo, al consumo, al estímulo... y todas esas cosas por las que nos sacan la pasta los analistas) y que decidan qué porcentaje de los ingresos corresponderá a los impuestos y qué otro a las tasas.
Y, si es posible, que nos informen con antelación, para que los ciudadanos podamos refrendar en las urnas la opción escogida. No sea que después le dé a alguno por aprobar un impuesto por casarse o por tirarse por un tobogán, y nos pille desprevenidos.
Ah, y lo único que era, es y seguirá siendo gratis total es el teléfono móvil, la entrada al Gran Teatro y el gasoil del coche oficial de los veintinueve concejales. Seguro que alguno se llevó un buen susto cuando leyó lo de "-Se acabó el 'viva la fiesta'."

10/9/11

El G-7, o Los Siete Niños de Écija

Les llamaban Los Siete Niños de Écija. Se hacían pasar por patrióticos defensores ante las agresiones externas y aseguraban que se ocupaban de los más desfavorecidos, pero sólo eran bandoleros.
No existen testimonios sobre si Luis de Vargas lucía tez morena, pero sí está aceptado que era el líder de aquella partida. Tampoco quedan claros los orígenes de Tragabuches -¿vendría de Francia? ¿vendría de Hungría?-, aquel lugarteniente que se echó al monte después de castigar con la muerte una infidelidad de su mujer. Es conocida la indisciplina -cuasi británica- de Juan Palomo, así como la frialdad germánica y la inclemencia de Satanás. De Mala Facha se recuerda su obsesión por las mujeres; de José Candio, su habilidad para pasar desapercibido y, de El Cencerro, uno de los veteranos, que venía de las provincias orientales.
Se escondían en cuevas para planificar sus fechorías, y en las cuevas ocultaban sus botines. El engaño y la traición eran sus armas: se apostaban en las umbrías para abordar, por sorpresa y con cobardía, a quienes recorrían los caminos. No respetaban honras ni haciendas, y actuaban con alevosía y crueldad.
De cuando en cuando, entraban en poblado para repartir, a partes iguales, terror y limosnas con las que ganarse la fidelidad y el silencio de los débiles. Como fin de fiesta, acudían a la taberna y convidaban a los paisanos:
-Echa vino, montañés,
que lo paga Luis de Vargas.”
Así actúa el G-7. Los líderes de Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Alemania, Italia, Canadá y Japón se hacen pasar por patrióticos defensores ante las agresiones externas y aseguran que se ocupan de los más desfavorecidos.
Pero sólo son bandoleros.

4/9/11

¿A quiénes representan?

"Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado." (artículo 66.1 de la Constitución española)
La principal asignatura que le queda por aprobar a la democracia española (para que, de una vez por todas, dejemos de utilizar la expresión "democracia joven" como disculpa, y para que demos definitivamente por concluida la primera, segunda o tercera transiciones) es la de hacer comprender a nuestros representantes que una papeleta de voto y un cheque en blanco no son la misma cosa. Nuestra bisoñez democrática les lleva a olvidar que el escaño que calientan pertenece al pueblo y que ellos no tienen otro encargo que el de defender los intereses de quienes les mandataron para ello.
Cada vez que el presidente del Congreso les pide que voten, tienen tres opciones. La opción lógica es votar en el sentido en el que lo harían las personas a quienes representan.. Puesto que es complicado reunir a todos los votantes para preguntarles qué harían, la opción práctica es votar en los términos en que se firmó el contrato de representación (expresados en el programa electoral y en los mítines y promesas de campaña). Sin embargo, siempre eligen la opción C: observar el brazo que levanta el diputado encargado de ello y votar 'sí' cuando muestra un dedo, 'no' cuando alza tres, o abstenerse si levanta dos. Sea cual sea la pregunta, fuera cual debiera de ser la respuesta.
Por tanto, ¿a quiénes representan los representantes? Evidentemente, el sistema electoral se ha pervertido y ha puesto fin a la identificación y a la complicidad que alguna vez existieron entre los políticos y sus representados. Claro que alguna vez votan lo que se espera -faltaría más-, pero hay que atribuirlo a una coincidencia de intereses antes que al cumplimiento de un compromiso.
Lo ocurrido con la última reforma constitucional es el mejor ejemplo. No se trata ahora de determinar si endeudarse es de derechas o de izquierdas; ni si limitar el déficit estructural es el paso previo para recortar las pensiones o el atajo para elevar la presión fiscal. Lo que realmente preocupa es que cuando los diputados y las diputadas apretaron el botón, lo hicieron enseñando la espalda a quienes les designaron, negándoles la palabra, hurtándoles el debate y usurpando el derecho del pueblo a decidir.
Hoy, buena parte de la ciudadanía no tiene representantes. No son sólo los que se indignan y gritan ("-Que no nos representan!¡Que no!") sino otros muchos que asisten atónitos al distanciamiento con que la casta política se protege de su propio electorado. Cada vez hay más gente que ha renunciado a entender qué votan, por qué votan y -lo que es peor- por quién votan, y ese desinterés, esa desafección, esa indolencia -alimentados por sus principales beneficiarios- son el peor cáncer de la democracia representativa.
Dentro de unos meses, volverán a llamar a nuestras puertas para que volvamos a firmar un contrato de representación. Nos volverán a prometer que actuarán en nuestro nombre, que defenderán nuestros intereses y que serán nuestra voz. Nos volverán a proponer un pacto -presuntamente sagrado e inviolable- que no se cansan de burlar.
Después, al tiempo que justifican los resultados, expresarán su preocupación ante el aumento de la abstención, la irrupción de los antisistema y la proliferación de los grupos ultra. Mostrarán su extrañeza cuando surjan movimientos alternativos que defiendan conceptos arrinconados, como "asamblea abierta", "procesos participativos", "democracia directa", "devolución de resultados", "rendición de cuentas"... Repetirán aquello de que es "el menos malo de los sistemas", lo de que "ya existen instrumentos para intervenir en la vida pública", mientras intentan que los transgresores regresen al redil.
Mientras intentan averiguar -ya sea sólo por satisfacer su propia curiosidad- a quiénes representan.

31/8/11

Bienvenido, míster Davis

"Os recibimos, americanos, con alegría. ¡Olé, mi madre! ¡Olé mi suegra y olé mi tía!"
Un día, hace sesenta años, los españoles se pusieron sus mejores galas, recogieron la basura de la calle principal de cada pueblo y se sentaron a esperar la lluvia de dólares que les iba a sacar de la miseria. Aunque los cádillacs pasaron de largo, nadie se deshizo de las banderitas.
Al menos, no en Córdoba. Aquí seguimos oteando el horizonte, aguardando la oportunidad de airear las barras y las estrellas que atraigan los millones. La última vez estuvimos diez años dándole al brazo -"Los yanquis han venido, olé salero, con mil regalos, y a las niñas bonitas van a obsequiarlas con aeroplanos"-, confiados en que habíamos comprado el boleto premiado (alguien nos había chivado que acababa en dieciséis) y no nos llevamos ni la pedrea: los de San Ildefonso se fijaron en otro santo.
En esta ocasión va a ser distinto. Marshall ha cambiado la guerrera por el chemilacós y ha sacado el billete del AVE, billete VIP, no vaya a ser que alguien le toque las pelotas o las raquetas. "-Niño, saca las banderitas que nos vamos pa' la estación. Seguro que esta vez pillamos algo". Y en eso estamos: unos a la espera del container cargadito de pernoctaciones de luxe, otros soñando con que una excursión de gabachos les pague el vino que hace doscientos años se bebió el francés. "Americanos, vienen a España guapos y sanos. Viva el tronío de ese gran pueblo con poderío".
Aunque, puestos a contar, hay cuentas que no me salen. Entre pitos y flautas, obras y cánones, promociones, gallardetes y banderolas, el erario público se va a desprender -graciosamente- de entre millón y medio y dos millones de euros. ¿A cambio de qué? A cambio de los luises de oro que arrojen desde sus carrozas los quince mil afortunados que acudan a presenciar la madre de todas las eliminatorias tenísticas.
Supongo que alguien habrá sacado números y se habrá parado a pensar. Habrá pensado en que los vecinos de Santa Rosa que pasen por la puerta de los califas -que alguno habrá- ni pernoctan, ni comen, ni compran; ni ellos, ni los de Valsequillo -que alguno habrá-. Habrá pensado en que hay hoteles, hostales, pensiones y hasta albergues que, en la provincia y alrededores, esperan listos y dispuestos a recoger su botín. Habrá pensado en que la plaza de toros de Córdoba es -chispa más o menos- como cualquier otra plaza de toros del mundo, y que ese será el único patrimonio histórico artístico que saldrá por la tele. Habrá pensado, en fin, en que estamos subvencionando con cien euros a cada ilustre visitante, para que él se deje los cuartos en el mostrador del AVE, en las taquillas de la federación, en la recepción del hotel -de quién sabe qué cadena- o en la minuta del restaurante (o, en su defecto, de la tienda de bocadillos).
En la comedia de Berlanga, don Pablo -alcalde de Villar del Río- se subió al balcón del ayuntamiento para arengar a sus convecinos: "-Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación. Y esa explicación os la voy a dar, porque os la debo", pero no recuerdo si llegó a darla ni si convenció al auditorio. Supongo que aquí alguien tendría que explicarle a un mecánico de Valdeolleros -que alguno habrá- qué le va a traer a él míster Davis, y a la farmacéutica de Santa Cruz, a una jubilada del Figueroa y al cura del Campo de la Verdad.
Porque al final es a ellos -siempre es a ellos- a quienes les pedimos que se pongan sus mejores galas, limpien la basura de la calle principal, se sienten en la acera ondeando la banderita y paguen lo que haya que pagar.
Aunque los cádillacs -si es que quedan cádillacs- vuelvan a parar en otro sitio.

25/8/11

El tonto del mercedes

Quienes hemos optado por dedicar parte de nuestras vacaciones a recorrer la vasta red de carreteras del Estado, hemos tenido la oportunidad de convivir con dos especímenes altamente nocivos para la salud de la sociedad que los alimenta: el responsable público que no es capaz de programar unas obras de manera que no perjudiquen a quienes las pagan, y el tonto del mercedes.
En principio, el tonto del mercedes es aquel tipo -o tipa- que, para presumir de estatus, incumple sistemáticamente las normas de convivencia. En su inmensa mayoría, están convencidos de que si mi tartana circula a sesenta kilómetros por hora, no es porque haya una señal de tráfico (habitualmente, amarilla por obra y efecto de la improvisación de algún individuo de la otra subespecie antes mencionada), sino porque mi vida -y mi hacienda- no dan más de sí.
Unos kilómetros más tarde, llegas a la conclusión -desde que todo son autovías, las carreteras pueden resultar muy aburridas- de que no hace falta tener carnet de conducir para ser un tonto-del-mercedes. Ni carnet, ni coche. A esta casta pertenecen los que entienden que las reglas sólo están dirigidas a los demás, aunque en ocasiones, y por inexplicable que parezca, ellos mismos hayan redactado las normas.
Me he encontrado con tontos-del-mercedes en la política, en las finanzas, en los clubes de fútbol, en los escenarios... y todos responden al mismo patrón: se desplazan a bordo de su poderío y según sus propias leyes, hasta que te divisan en el horizonte y te lanzan un grito con forma de ráfaga de luz: “-¡Aparta de ahí! ¿No ves que estás estorbando?”. Sospechan -y temen- que en el fenotipo del común de los mortales prevalece el rasgo dominante de invadir su espacio, ralentizar su marcha y ocupar su plaza, cuestionar sus decisiones, denunciar sus contradicciones y rechazar sus arbitrariedades.
Como casi todo ese parque móvil es prestado y con fecha de devolución, los usufructuantes dedican sus esfuerzos -y nuestros recursos- a negociar una prórroga (¡mira que cuesta bajarse!), un plan renove (siempre habrá otro mercedes en el que subirse) o una jubilación honrosa (una retirada a tiempo es una victoria sólo cuando es otro el que paga el puente de plata).
Y encima, cuando un día se estrellan, nos llevan a todos por delante.

11/8/11

Caimanes y campanitas

Dicen que cuando Einstein comprobó los devastadores efectos de la bomba atómica dijo: “-Si hubiera previsto las consecuencias, me habría hecho relojero”. Ignoro si la anécdota es cierta, aunque dudo de que el científico no fuera consciente del alcance de su invento.
Cada acción genera un efecto y no preverlo no nos disculpa; antes al contrario. En las últimas elecciones municipales, uno de cada dos cordobeses que metieron una papeleta en la urna escogió la del Partido Popular, y lo hizo para propiciar un cambio en el gobierno. Las matemáticas nos obligan a concluir que hubo muchos votantes tradicionales de la izquierda que decidieron cambiar el sentido de su voto y confiar en quien -hasta entonces- no lo había merecido. Todo legítimo, respetable y democrático. Lo que me sorprende es que tantos de esos nuevos electores reconozcan no haber medido las consecuencias de su decisión.
En apenas dos meses de mandato, el nuevo gobierno municipal se ha hecho acreedor de un importante número de críticas, firmadas por vecinos, comerciantes, funcionarios, peatones o empresarios. Renuncio a ejercer la defensa o la acusación, pero es de justicia reconocer que nada de lo que los nuevos concejales han hecho se aleja de lo que -expresa o tácitamente- dijeron que iban a hacer.
No me he parado a contar el número de votos que obtuvo el PP en la Fuensanta, pero seguro que fueron bastantes más de los habituales. De manera que, estadísticamente, muchos de los que ahora se quejan de las decisiones de la nueva junta de gobierno han tenido que contribuir, con su granito, a que se sienten donde se sientan. ¿Qué esperaban? ¿No sabían quién iba a ser el responsable de festejos? ¿Confiaban en compartir con él una campanita y una camiseta con la imagen del caimán?
Elegir una papeleta debe de ser un acto reflexivo y consciente, y no es de recibo criticar a quienes votamos porque hagan lo que prometieron.
Quien no sea capaz de prever las consecuencias de sus acciones, que se haga relojero.

8/8/11

Los mercados no existen

Nunca he sido partidario de las teorías conspiratorias, pero -desde hace un par de años para acá- no encuentro otra explicación a esta sarta de mentiras entre las que nos toca sobrevivir: todo es una gran farsa.
Cada vez estoy más convencido de que los mercados no existen. Un día, a alguien que buscaba argumentos para desmontar el estado del bienestar, se le ocurrió la gran trola, nos la contó y nos la creímos. “-Los mercados castigan el gasto público. Eliminemos los subsidios.”, “-Los mercados no confían en nuestra capacidad productiva a medio plazo. Aplacemos la edad de jubilación.”, “-Los mercados prefieren políticas estables. Cambiemos los gobiernos.” Y, claro, como no se puede luchar contra los mercados, sólo nos queda resignarnos, agachar la cabeza y confiar en que, al menos, el descabello sea certero.
Si te fijas, es la estrategia perfecta: en lugar de convencer al personal de la necesidad de sacrificio, les das tres datos y esperas que se convenzan solos. La primera fase del plan pasa por hacer creer a los pardillos que saben de lo que están hablando y que, a base de repetir 'hipotecas subprime', 'deuda soberana', 'stock options', 'primas de riesgo', 'deflación', 'diferencial', 'bono alemán'... tenemos un máster en macroeconomía por la Universidad de Connecticut. La segunda fase consiste en sacar por la tele -en un periódico digital también sirve- a dirigentes, analistas y expertos advirtiendo de que, si hacemos X, pasará Y, y -para demostrarlo- lo hacen y pasa: elevan los tipos y baja el IPC, sube el gasoil y caen las emisiones, compran deuda y se reduce la prima... El colofón aparece -en varios idiomas, para mayor credibilidad- disfrazado de armaguedón anunciador del apocalipsis, que nos amenaza con la bancarrota, la intervención y el rescate.
Y, aunque se les olvida recordarnos que España tiene una larga experiencia en entradas y salidas de quiebras -que se lo digan a Felipe II y a su maniobra para no pagar a la banca Fugger las deudas de su padre-, aunque nos ocultan que nuestra economía no puede ser intervenida porque ya lo está desde nuestro ingreso en la Unión Europea y -sobre todo- en el euro, aunque no nos dicen que lo del rescate es un camelo (¿rescatar a quién y de qué?, además, no hay recursos suficientes...), a pesar de todo eso, ya han conseguido que voluntariamente humillemos la cerviz, descubramos el morrillo y aceptemos el sacrificio inevitable.
¡Qué invento, el de los mercados! Si no lo ha hecho alguien ya, habría que patentarlo.

30/7/11

El lindo don Diego

Con la de asesores que allanan el camino a los políticos, parece mentira que ninguno le eche un rato a la hemeroteca. O esa es la sensación que da, porque, si no, ¿cómo se explica que asistamos -día sí, día también- a un catálogo de contradicciones, desmentidos y rectificaciones, y que nadie le saque provecho?
¿Cuántas veces hemos oído al mismo interlocutor decir lo uno y su contrario? Quien ayer aseguró que haría, hoy se hace el olvidadizo, y quien antes negó tres veces ahora cede a la primera. Donde dijo digo, dice diego con la bendición de sus incondicionales y la -incomprensible- absolución de sus enemigos. Si yo me moviese en ese lado de la frontera, no defendería más estrategia que la de airear incongruencias. Claro que, para actuar legítimamente, tendría que buscarme un jefe que pudiera tirar la primera piedra. Misión imposible.
En el s. XVII, Agustín Moreto definió a Diego (por boca de Mosquito, en El lindo don Diego): “En el discurso parece ateísta y lo colijo de que, según él discurre, no espera el día del juicio. A dos palabras que hable le entenderás todo el hilo del talento, que él es necio pero muy bien entendido.”
Pues sí, estamos rodeados de diegos. Lo peor es que ellos lo saben -aunque no lo reconozcan- y se aprovechan de ello: de que nadie les escucha. Ni los suyos, ni los otros.

28/7/11

Sálvese quien pueda

Tengo un primo que es un alto cargo en una consejería. Bueno, en realidad es primo segundo de mi cuñado y no tiene cargo (y ni siquiera es alto), pero desayuna donde el delegado y me tiene al tanto de las inquietudes del personal. Me cuenta Manolo que las plantillas están revueltas -sobre todo de mitad del escalafón para arriba- a la espera de lo que puede venir. Y más teniendo el referente cercano de lo que está pasando en los ayuntamientos y en las diputaciones.
Muchos de los que antes sacaban a ondear el carné del partido y se besaban el escudo de la camiseta cuando el jefe marcaba un gol, ahora presumen de méritos y profesionalidad, y defienden que ocupan una dirección general, una jefatura de área, una gerencia o algo similar sólo por su currículum laboral, y que nada influyó en su nombramiento el ser íntimos del secretario de organización de turno.
Hasta las afecciones y las desafecciones nacen, crecen, se reproducen y mueren. Mi primo (bueno: Manolo) me cuenta que ha visto a alguno partir en dos un carné (de los plastificados) en acto de pública apostasía, y presumir de la antigüedad de su nueva camisa a quien apenas le llega al cuello.
Y es que el instinto de supervivencia nos enseña a alejarnos del árbol que nos protege cuando advertimos que le va a partir un rayo, y nos conduce a buscar refugio bajo otras hojas. Cuando buena parte del bosque está ya carbonizado, los que se habían habituado a disfrutar de la mejor sombra pasean -sin pudor- su pánico a la intemperie.
Todos buscan una nave en la que embarcar -la tripule quien la tripule- y se ciscan en la frase de Méndez Núñez. No sé qué de las honras, de los barcos... y de la vergüenza.

15/7/11

Peligro: chevauchée

En el s. XIV, Eduardo III -rey de Inglaterra-, decidido a terminar la guerra con Francia por la vía rápida, recuperó una vieja táctica militar, la chevauchée, que consistía en enviar a una fuerza de élite -integrada por nobles caballeros- a asolar las aldeas desprotegidas, sembrar el pánico entre la población indefensa, asesinar a los campesinos, violar a sus mujeres, saquear, robar y quemar las tierras y las casas. Este imperio del terror dio sus frutos, aunque la guerra duró más de cien años.
En el s. XXI, a pesar de que en Europa los conflictos afortunadamente ya no son bélicos y de que las conquistas se sustentan en otros criterios y persiguen otros objetivos, seguimos sufriendo estas cabalgadas. Las chevauchées de nuestros días están protagonizadas por individuos de chaqueta y corbata que, subidos en AVE, en mystère o en coche oficial, acosan a los incautos aldeanos, les hacen promesas, los embaucan, obtienen lo que habían venido a buscar y regresan a sus cuarteles de invierno.
Ya no son nobles a caballo, pero siguen siendo la élite y continúan provocando el desconcierto entre la población.

10/7/11

Los políticos y la anosmia

Como regla general, las capacidades, las virtudes y las cualidades de los individuos (e incluso de los grupos humanos) no se valoran hasta que desaparecen, hasta que la realidad deja de parecerse a su recuerdo. Ocurre con la vista, con el oído o con la resistencia física -cuyo deterioro es evidente-, pero no con el olfato. La anosmia, la pérdida de la habilidad olfativa, sólo se reconoce cuando se supera.
Un día, alguien te advierte: “-Huele a gas” y tú le miras con cara de “-Pues yo no he sido”, porque no tienes ni idea de qué te está hablando; o alucinas cuando a tu acompañante se le trasmuta el rictus embriagado por el presunto aroma a dama de noche que tú sólo aciertas -y vagamente- a recordar. Pero, aún así, no llega a ser un problema, porque la nariz -a diferencia de los ojos o los oídos- parece no trabajar a jornada completa y, además, con un rol de fuente de información subsidiaria (o, cuando menos, complementaria) que le condena a la triste y humilde prescindibilidad. Sólo cuando la anosmia se reduce a un síntoma tachado en un historial médico, los aromas (cotidianos y exóticos, dulces y acres, fragantes y pútridos, frescos y añejos) recuperan su protagonismo y se incorporan al álbum de los sentidos; como aquella fotografía que -amarilla- aparece entre las páginas de un libro, para rescatar de la memoria el sabor de la sal, el olor del alcanfor y los ecos apagados de una pista de baile.
La anosmia es un mal que afecta frecuentemente a los políticos (casi siempre, a los más veteranos) del gobierno o de la oposición. Esta pérdida de olfato les conduce, una y otra vez, a recaer en los mismos errores y desencuentros frente al colectivo al que creen representar. Tampoco en esta variante, la anosmia es detectada por el paciente hasta que el redescubrimiento del olor anuncia el final del problema. Hasta que eso ocurre, gobernantes y aspirantes se mantienen indiferentes al hedor que a menudo les acompaña.
Cuando lo huelen, siempre es demasiado tarde.

13/1/11

Duranes y Rascones


De las luchas intestinas que nos están brindando los partidos políticos, se extrae una conclusión contundente: el fútbol y la política son dos cosas diametralmente opuestas.
A principios de este siglo, Florentino Pérez, cuando fichó a Zinedine Zidane y cuando subió al canterano Francisco Pavón al primer equipo, reveló su fórmula mágica para conseguir que un grupo de personas alcance sus objetivos y metas: hacen falta zidanes y pavones. O, dicho de una manera menos diplomática, es necesaria la concurrencia de primeros espadas y de subalternos para completar una buena faena. En apariencia, esta estrategia tendría que ser igualmente válida aplicada a otros ámbitos, y, por qué no, también a la política; pero la experiencia nos demuestra que no lo es.
Cada vez que toca elaborar una lista electoral, los que están facultados para ello -¿qué es eso de que se acepta la voluntad de las bases?- deciden quiénes son zidanes y quiénes pavones: quiénes ocuparán las planchas de salida y quiénes tendrán que conformarse con viajar en los vagones de cola (o incluso quedarse saludando desde el andén).
En teoría, a la hora de elaborar una alineación, el míster sólo utiliza criterios de eficacia y efectividad: los que dan juego y meten goles, al césped; el resto, al banquillo. Pero la política y el fútbol no se parecen en nada, y quizás no tengan porqué hacerlo. El problema sólo aparece cuando los pavones quieren ser zidanes (o sea: siempre) y tienen la suficiente influencia sobre el entrenador como para que cambie el once titular (esto ocurre, sobre todo, cuando el último partido se perdió por goleada).
Ahora, zidanes y pavones andan a la gresca (“-Quítate tú que me pongo yo”, “-Eres un chupón y sólo piensas en tus intereses”, “-Tuviste tu oportunidad y has fallado a puerta vacía”, “-Vamos derechos a segunda división”...) ante el pasmo general del respetable. Es verdad que los aspirantes a números uno no exhiben en su currículum una volea mágica que garantice una champion, pero también lo es que los que se resisten a dejarlo tampoco tienen las vitrinas repletas de trofeos. Lamentablemente, en el actual panorama político juegan muy pocos Balones de Oro.
Al final, a Zidane sólo se le recuerda por aquel cabezazo de impotencia, y Pavón sigue buscando un equipo que le permita volver a vivir cómodamente del fútbol.