31/12/11

Feliz ¿año nuevo?

Estamos subidos en una gigantesca peonza que recorre el universo a una velocidad que se escapa de toda imaginación.
‘Gigantesca’ porque la Tierra es una cuasiesfera que pesa casi 6.000 trillones de toneladas y ocupa algo más de un millón de billones de metros cúbicos de sistema solar.
Aunque parezca imposible, esta bola enorme, de más de 40 mil kilómetros de perímetro, con una superficie que, extendida, ocuparía 510 millones de kilómetros cuadrados, gira sobre sí misma, como una ‘peonza’, a más de 1.600 kilómetros por hora (en el ecuador; en el eje de rotación, está prácticamente quieta).
Por si fuera poco, este trompo descomunal además se desplaza -a 107 mil kilómetros por hora- girando alrededor del sol. (Por cierto, que la Tierra y el Sol -y todo el Sistema Solar- también se mueven dentro de la Vía Láctea, a más de 980 mil kilómetros por hora; una galaxia que, a su vez, navega por el firmamento a una velocidad aún mayor).
Como si se tratara de un estadio de atletismo -en este caso, prácticamente circular-, alrededor del Sol hay una pista de carreras con varias calles. La nuestra, la tercera, tiene una cuerda de más de 900 millones de kilómetros. Los planetas que viajan por las calles más cercanas completan sus vueltas mucho más rápido (Mercurio da la vuelta al Sol en menos de tres meses; Venus tarda siete meses y medio), mientras que los corredores más alejados del centro hacen una carrera por su cuenta (casi 165 años tarda Neptuno en completar cada circunferencia).
Esta larga introducción (por cuyas imprecisiones pido humildemente disculpas a todos los astrofísicos presentes en la sala) viene a cuento de la actual colocación de la pancarta de meta en este inmenso velódromo cósmico. Es decir ¿en qué lugar de la órbita terrestre hay que empezar a contar cada vuelta? O, dicho de otra manera, ¿qué día empieza el año nuevo?
Aunque los más osados aseguran que la Tierra ya ha dado más de cuatro millones y medio de vueltas al Sol (la primera mitad de la carrera, sin tripulación), sólo en las últimas 3.000 o 4.000 circunvalaciones ha habido interés por medirlas, cronometrarlas y, en definitiva, preverlas, para anticipar cuándo, en qué momento de cada vuelta, llegarían las lluvias, el calor o las cosechas.
Buena parte de la humanidad (si no la más numerosa, sí la más influyente) se rige por el calendario gregoriano, el occidental, el que fija el inicio del año el primer día del mes de enero, pero no en todo el planeta se utiliza el mismo convencionalismo.
El 28 de septiembre -1 de tishrei- comenzó el año 5772 para el pueblo judío. Los musulmanes estrenaron año nuevo (el 1433 de la Hégira) el pasado 27 de noviembre, para ellos el 1 de muharram. Los chinos iniciarán el 23 de enero su año 4710 (el año del dragón). Los persas esperarán hasta el 20 de marzo (1 de farvadin) para brindar por el nuevo 1391, y un día después llegará el año nuevo al Índico (1 de caitra de 1933). Para los nostálgicos del calendario republicano francés, el año 219 comenzó el primero de vendémiaire (el pasado 24 de septiembre)
¿Cómo se eligen estas fechas? La mayoría de los calendarios tienen su origen en la necesidad de preparar las labores del campo. Por ello, se solía hacer coincidir el principio del año con el equinoccio de otoño (así lo hicieron los egipcios, así se hizo con el calendario republicano francés, y así se hace actualmente en los centros educativos, para el año hidrológico y para la liga de fútbol) o con el de la primavera (el caso, entre otros, de los antiguos chinos), con los ciclos lunares o con las apariciones de determinadas estrellas (fundamentalmente, Sirio). Con el paso del tiempo, y con las correcciones que han tenido que incorporar todos los sistemas de medición -sin excepción-, las fechas se han ido moviendo y adaptando a otro tipo de necesidades (principalmente, administrativas).
En nuestro caso, la adopción del 1 de enero como inicio del cómputo anual se la debemos -¿cómo no?- a los antiguos romanos y a su animus belli. Inicialmente, el año romano comenzaba en marzo (martius), el segundo mes era abril (aprilis), el tercero, mayo (en honor de Maius, dios de la abundancia), y el cuarto, junio, dedicado a Juno. Le seguían, en quinto lugar, quintilis (que luego se denominó julio, en honor a Julio César), sextilis (el futuro agosto, por Octavio Augusto), septembris (el séptimo), octobris (el octavo), novembris (el noveno) y decembris (el décimo). El primitivo año romano se completaba con januarius (el mes de Jano) y se cerraba con el mes de las februa, o purificaciones -februaris-, con 28 o 29 días según las necesidades.
Sin embargo, a los militares, que comenzaban sus hazañas bélicas en primavera (en el mes de Marte), les venía mejor adelantar un par de meses el año nuevo, y así tener tiempo para preparar las campañas, provisionarlas, y reclutar e instruir a los legionarios. Gracias a ellos, septiembre no es el mes séptimo sino el noveno, y el día bisiesto no es el último del año sino el sexuagésimo.
En sentido estricto -y a falta de criterios objetivos-, cada instante comienza una nueva vuelta al Sol. ¿Qué más da que nos quedemos con el calendario gregoriano, con el chino o con el escolar, o que situemos nuestro año nuevo el día de nuestro cumpleaños? Se trata de meros convencionalismos que apenas nos sirven para rendir cuentas y realizar predicciones. ¿Qué sería de los pronósticos del FMI, de la OCDE, de la FUNCAS…, de las estadísticas del INE, del CSIC, del IESA…, de los programas de la UE, de la UN, de la OMS… si no estuviésemos de acuerdo en que los años van de enero a diciembre?
Y, sobre todo, ¿qué seria de MovistarVodafone y Orange sin los cientos de millones de eseemeeses, whatsapps y similares con los que nos felicitamos el año nuevo?
Esas sí que son macrocifras.

[Esta entrada es una simple actualización de Feliz año nuevo, publicada en enero de 2009]

28/12/11

El día de los inocentes

Con la que está cayendo, me sorprende que siga habiendo tantos ciudadanos crédulos, ingenuos, cándidos y confiados. Rozando la proverbial inocencia, vamos.
Debe de ser que me he vuelto extremadamente escéptico o que -daños colaterales de mi oficio- escucho a demasiada gente, pero me asombra la facilidad con que la caterva convierte en propios algunos mensajes ajenos que, vistos en perspectiva, antes tendrían que indignarles y soliviantarles.
Un ejemplo: aparece un político -del partido que sea, me da igual- se sube al estrado y le suelta una trola al respetable para argumentar cualquier tropelía pasada, presente o futura. Da lo mismo que pretenda justificar una debacle electoral, una congelación salarial o un atraco a mano armada: el personal atiende, asiente y aplaude (alguno, hasta vitorea). Les basta con una pequeña dosis de empatía para vencer cualquier sombra de duda, para convertirse en apóstoles de la verdad (de la Única Verdad) y para defenderla ante el más selecto de los cenáculos, en cualquier tertulia tabernaria o en la más aburrida sobremesa del más aburrido reencuentro de antiguos alumnos.
El más ligero asomo de espíritu crítico sale por la ventana cuando el mensaje del mesías entra por la puerta, voceado por columnistas, informadores y opinantes. Sólo -y siempre- es cierto lo que dicen los nuestros (digan las barbaridades que digan), aunque seamos conscientes de que nos perjudica. He oído a trabajadores en precario defender a sangre y espada una "inevitable" reforma laboral que les va a enviar indefectiblemente al paro; he asistido a asambleas autocomplacientes que siguen depositando su confianza ciega en el líder que, una y otra vez, les guía hacia el abismo; he visto a funcionarios pidiendo el voto para quien les advirtió de que les reduciría el salario, y a pobrepensionistas que ya han empezado a pagar en la farmacia y aún lo justifican.
Hemos caído en la trampa de la sociedad de la información: nos han hecho creer que nos ofrecían todos los datos para que extrajéramos nuestras propias reflexiones, cuando en realidad no hacemos sino firmar a pie de folio conclusiones interesadas -como si las hubiésemos redactado nosotros- sin haberlas leído siquiera. Nos convencen de que hemos detectado el problema, de que lo hemos diagnosticado y de que hemos elegido la solución idónea, sólo porque nos han enseñado a pronunciar "recesión", "deflación" y "deuda soberana" en varios idiomas.
Nunca me ha preocupado que otros piensen distinto que yo, ni me ha molestado que intenten convertirme a su causa, Ni siquiera me parece mal que, coyunturalmente, haya quien actúe en contra de sus intereses y de sus ideales. Lo que no entiendo es la candidez y la ingenuidad de quienes confían irracionalmente en argumentos ajenos, sólo por venir de quienes vienen.
Será que hoy es el día de los inocentes. Y que ya hemos olvidado cómo terminó aquella historia.

20/12/11

Borbones S.L.

Anda alucinado el personal con los turbios tejemanejes de su excelencia el duque. Alucinado ando yo ante tanta alucinación: ¿de qué se sorprenden? Al fin y al cabo ¿qué es una casa real si no un negocio?
Las monarquías europeas tienen su origen en las guerras que, durante la Edad Media, asolaron el continente. Los ejércitos costeados por los nobles feudales arrasaban campos y villas, ocupaban las ciudades y arrastraban a sus habitantes bajo los pies de su señor. En aquellos terribles años de muerte y barbarie, florecieron las cinco o seis grandes estirpes reales, vencedoras en los campos de batalla, que firmaron con sangre -ajena- sus títulos de propiedad sobre las tierras devastadas; escrituras espurias que han ido pasando de padres a hijos y que -siglos más tarde- continúan exhibiendo sin pudor como argumento para perpetuar sus privilegios medievales. Más de mil años después de la muerte de Hugues Capet -fundador también de la Casa de Borbón-, sus sucesores se mantienen aferrados al cromosoma que -presuntamente- les vincula, para reivindicar su herencia.
En el caso de España, la legitimidad de la dinastía reinante es aún más estrambótica. A finales del s. XVII, un capeto nacido en Versalles -Philippe de Bourbon- reclamó para sí el trono de Madrid, vacante desde la muerte del último de los Habsburgo -Carlos II el Hechizado-, un primo más que lejano. Ese remoto parentesco le bastó para ser coronado -Felipe V-, para que reinaran en España tres de sus hijos -Luis I, Fernando VI y Carlos III- y para garantizar el porvenir de -hasta el momento- siete generaciones más de reyes y reinas.
La Casa de Borbón es una empresa familiar que llegó en 1700 con evidente vocación de quedarse. Más que en gobernar, se han especializado en superar sus propias crisis, aferrarse al cetro y aceptar cualquier condición con tal de recuperar la poltrona, cada vez que han sido apeados. No han dudado en negociar con invasores, apoyar a golpistas o ceder territorios a cambio de conservar su domicilio social en la plaza de Oriente.
Pero, por si fuera poco, el último siglo nos ha revelado una nueva marca genética: su habilidad empresarial y su buen ojo para los negocios. El recuerdo del exilio de Isabel II animó a Alfonso XIII -nieto de la reina castiza- a desconfiar del futuro, a invertir su patrimonio personal y a guardar en bancos de París y Londres sus ahorrillos (48 millones de euros, al cambio actual). Negocios, por otro lado, no siempre de ética ejemplar: en 1924, Vicente Blasco Ibáñez acusó a Alfonso XIII de prolongar injustificadamente la Guerra de Marruecos porque el transporte de soldados estaba enriqueciendo a la Compañía Transmediterránea, de la que el rey era accionista; también se relacionó al soberano falangista -fue padrino de bodas de Franco, se autoproclamó "falangista de primera hora" y donó un millón de pesetas a la causa fascista- con las entonces clandestinas carreras de galgos y con la incipiente industria del cine porno (a través de la productora Royal Films).
Algo más torpe anduvo su hijo Juan, que acabó dilapidando su herencia y tuvo que recurrir a la caridad de los fieles monárquicos para pagar el recibo de la luz de Villa Giralda (su residencia en Estoril). El mayor de sus hijos varones -Juan, también- se conjuró para desterrar aquellas fatiguitas ("-¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!") y firmó todo lo que le colocaron bajo la pluma: se casó con quien le ordenaron, juró las leyes franquistas y hasta se cambió el nombre por el de Juan Carlos -debió de haber sido Juan III- para esquivar un conflicto paterno-filial. Aprendió de su abuelo que hay que llenar el calcetín por si las cartas vienen mal dadas y, en lugar de rodearse de aristócratas, formó una corte de empresarios y banqueros. Luis Valls (presidente del Banco Popular) administró los altruistas donativos que la real pareja comenzó a recibir nada más casarse (Ruiz Mateos decía llevar los fajos en maletas de loewe) y que le sirvieron para invertir aquí y allá; Manuel Prado y Colón de Carvajal (el del escándalo KIO) también estuvo postulando y negociando -presuntamente- en nombre del rey, más allá de las arenas. Miguel Arias, Alejandro Arroyo, Mario Conde, Jaime Cardenal, Javier de la Rosa, José Escaño, Oliver Mateu, Marc Rich, Pedro Serra, Francisco Sitges o Vázquez Alonso -entre otros muchos influyentes hombres de negocios- forman o han formado parte del círculo más íntimo del soberano, plagado de operaciones, regalos, comisiones y opacos negocios. Juan Carlos, que tuvo que pedir a los leales monárquicos que sufragaran los gastos de su viaje de bodas porque él no podía, dispone ya de una considerable fortuna: 554 millones de euros (según Eurobusiness) o 1.790 millones de euros (según Forbes, que incluye los palacios patrimonio del estado), y 36 millones de euros en cuentas suizas (según el libro de Patricia Sverlo "Juan Carlos, un rey golpe a golpe").
La Casa de Borbón es una empresa familiar en la que nadie pide el finiquito (que le pregunten a la reina consorte por qué lleva años fingiendo que nada sabe de María Gabriela de Saboya, de Olghina de Robiland -madre de Paola, la que asegura tener sangre real-, de Bárbara Rey, de Marta Gayá, de Julia Steinbush o de Corinna zu Sayn Wittgenstein; por lo menos, Sofía consiguió que Felipe González enviase a Julio Feo a recuperar el patrimonio confiscado a Constantino de Grecia, y que su hermana Irene -la tía Pecu- se fuera a vivir a la Zarzuela, todo incluido), ni cuñados, ni consortes, ni yernos, ni primos. Entre todos se reparten un presupuesto anual de más de ocho millones y medio de euros (mayor que el del ayuntamiento de Aguilar de la Frontera) y, claro, nadie quiere abandonar esa casa.
Ahora alucina el personal con los turbios tejemanejes de su excelencia el duque. Yo sí que alucino.

10/12/11

El tamaño del pene

Observando el nivel de quienes ostentan la responsabilidad de dirigir nuestros destinos, gastar nuestros dineros y tomar las decisiones en nuestro nombre, uno llega a la conclusión de que el actual sistema de elección de representantes tiene bastantes lagunas.
Partimos de un modelo viciado en origen, en el que sólo son elegibles aquellos que han superado en sus partidos un proceso interno habitualmente opaco e injusto, donde suelen triunfar aptitudes, atributos y cualidades que poco -o nada- tienen que ver con las aptitudes, los atributos y las cualidades que deberían de iluminar el ulterior desempeño del cargo para el que indirecta y remotamente salen ungidos. Quienes logran imponerse en el congreso de su formación política, no lo hacen demostrando sus dotes de gobierno ni sus habilidades para la gestión, sino que les basta con exhibir sus facultades para la intriga y el medro, sus dotes de seducción y su buen ojo a la hora de pergeñar alianzas, pactos y complicidades. Con este formato, a menudo quienes terminan por capitanear las naves y afrontar complejas singladuras no lucen en su triste currículum otras virtudes que las del blancor de sus sonrisas, el grosor de sus carteras o -todavía peor- el peso de sus billeteras. Algo así como escoger al jefe de la tribu por el tamaño de su pene.
Cuentan que, cuando a uno de los colaboradores de Kennedy le preguntaron si le creía capaz de imponerse a Nixon en las elecciones de 1960, contestó que para ser presidente de Estados Unidos sólo es necesario ser alto, rico y saber hablar. Richard Nixon acudió al debate televisado -el primero de la historia- sin afeitar, sin maquillar y sin camuflar en su rostro las secuelas de un par de semanas de hospitalización; contra pronóstico, ganó el guapo.
Otro ejemplo: la designación de Rasputín como consejero del último zar de todas las Rusias se basó en su pericia para detener las frecuentes hemorragias que desangraban al zarévich. Bueno, en eso y en la fascinación que provocaba en la zarina Alejandra. (Por cierto -y hablando de penes- en un museo de San Petersburgo conservan en formol el falo de más de veintiocho centímetros que -se supone- paseó en vida el Monje Loco).
Afortunadamente, ya no es posible que una reina -María Luisa de Parma, por ejemplo- haga nombrar primer ministro a uno de sus amantes -por ejemplo, a Manuel Godoy- y sólo queda para el anecdotario el listado de políticos que escalan el escalafón a golpe de hormonas (¿qué fue de aquella Cicciolina que ofreció su cuerpo a Saddam Hussein para evitar la Guerra del Golfo?), pero continúan imponiéndose criterios espurios que, con el paso del tiempo, convierten en lodo aquellos polvos (con perdón).
Mientras que la política siga siendo una profesión (muchos de los ministros empezaron de concejales en su pueblo, como el cursus honorum de los romanos) y tengamos que conformarnos con elegir entre listas cerradas (menú del día: tres primeros, tres segundos, pan, vino y postre), los méritos que encumbren a unos y a otros no serán -sálvese el que pueda- los que en realidad convienen a la mayoría.
Al final va a resultar que el tamaño sí importa.