22/1/12

Garzón en los infiernos

Cuando Orfeo -músico griego, hijo del rey Eagro y de la musa Calíope- descendió a los infiernos en busca de su amada Eurídice, confiaba en que todos los obstáculos se removerían con el vibrar armónico de las nueve cuerdas de su lira, y que -con su celestial canto- se conmoverían las ninfas, los dioses y los demonios hasta consentir aquella inédita excursión por el más allá. El favorito de los dioses superó todas las pruebas, mas -cuando estaba a punto de alcanzar la meta y retornar triunfante al reino de la luz- cometió un torpe error que trocó su gesta en fracaso. ]

A mí nunca me ha gustado Garzón (ni él, ni cualquier otro magistrado que se empeñe en que me aprenda su nombre: si por mí fuera, los jueces -como los verdugos o los policías antidisturbios- trabajarían con pasamontañas, para, además de no ver, tampoco ser vistos) y nunca he entendido lo de “juez estrella” (¿qué es un “juez estrella”?¿el que dicta sentencias justas?¿el que instruye impecablemente?, o sea ¿el que hace bien su trabajo?). Nunca me han seducido su porte arrogante, su afán de protagonismo ni sus correrías políticas, porque le hacen vulnerable, alimentan el argumentario de sus enemigos y derrotan el fondo por las formas.
Confieso mi pertenencia al grupo que considera a Garzón un juez bueno que se atreve con los poderosos, pero reconozco -yo, sí- que sus resultados dejan bastante que desear. Como cuando ordenó el arresto de Pinochet, pidió investigar a Kissinger, pretendió desaforar a Berlusconi, propuso el cierre de Guantánamo o quiso juzgar a Bin Laden. A modo de recompensa, obtuvo reconocimientos, homenajes y aplausos que en ningún caso fue capaz de canjear por sentencias y condenas. Como Ícaro, Garzón pretendió volar tan alto que el sol derritió la cera de sus alas.
Quizás por eso (supongo que acabaría bastante quemado), cambió de plan y emprendió el descenso a los infiernos: el juicio al franquismo. Aceptó viajar cincuenta años atrás en el tiempo para llamar -por fin- ‘culpables’ a los culpables (aunque, para ello, tuviera que resucitar a los verdugos y recordar su hedor), prometió justicia a los fusilados y a los torturados tras el golpe de estado fascista, y cuestionó el ominoso y cobarde 'aquí-no-ha-pasado-nada' con que los nietos de los dos lados del régimen resolvieron décadas de dolor, humillación y abusos.
Baltasar Garzón, como Orfeo, compró un billete de ida y vuelta para el inframundo, convencido del poder mágico de su canto y de que los habitantes del monte Olimpo le protegerían como hasta entonces. Creyó que -como en la opereta en la que Offenbach recreó las hazañas de Orfeo en los infiernos- todos terminarían bailando el cancán (“Somos, somos las vedettes de los cabaretes…”), riendo, brincando y brindando por el final feliz. Pero descuidó, también él, algún pequeño detalle, alguna sombra que oscureció su frente (como el hermoso pie de Eurídice) y convirtió en tragedia la comedia.
En la Audiencia, ahora se sienta en el otro lado de la sala, pero sigue vistiendo su elegante toga con puñetas de encaje, supongo que para recordarle al juez que, en el fondo, "soy uno de los vuestros", como el general que acude al consejo de guerra luciendo todas sus medallas. Está -estamos- a la espera de un veredicto que lleva siglos redactado, y con el que -diga lo que diga- unos empapelarán los muros de la vergüenza y los otros nos recordarán eternamente que nadie regresa victorioso de un paseo por el averno.

16/1/12

Rubalcaba, Chacón y El Clan de la Tortilla

Iniciada la década de los setenta, el PSOE se encontró ante la tesitura de preparar su organización para el cambio de régimen que se antojaba inminente. La idea de que Rodolfo Llopis (que llevaba casi treinta años dirigiendo el partido desde el exilio) pudiera regresar y vencer en unas elecciones parecía absolutamente descabellada, porque decir "Llopis" -como decir "Santiago Carrillo"- evocaba demasiado a la República, a la guerra civil y a cuentas pendientes que nunca se habrían de saldar. Los "socialistas del interior" apostaron por la renovación, la plantearon en el congreso de Toulouse (de 1972) y la culminaron dos años después en Suresnes.
Ante la falta de acuerdo, de Toulouse surgieron tres aspirantes (ahora se les llamaría precandidatos) para dirigir el partido: Pablo Castellano, Nicolás Redondo y Felipe González, y los tres, junto a otros de menor peso, constituyeron una dirección colegiada; Llopis había quedado fuera. En 1974, los reunidos en Suresnes tuvieron que optar entre el más socialista (Castellano), el más obrero (Redondo) o el más... el menos incómodo para el régimen de Franco y la socialdemocracia europea (González). El líder de la UGT se retiró, Pablo Castellano protestó, y Felipe (y sus tesis) se hicieron con el poder.
En aquellos dos congresos se decidió no sólo quien ocuparía la secretaría general del partido, también se votó una nueva ideología, un nuevo perfil político y una nueva estrategia. Un nuevo PSOE que quedó reflejado en la famosa foto de la tortilla, en la que un grupo de jóvenes sevillanos con inquietudes comparte una jornada de campo. [A pesar de los años, aún se reconoce (de pie) a Pablo Juliá, a Rodríguez de la Borbolla, a Isabel Pozuelo, a Carmen Romero y a Alfonso Guerra, y (en el suelo) a Carmen Hermosín, a Felipe González. a Luis Yáñez y a Manuel Chaves, entre otros; de la tortilla, nunca se supo]


Era aquel un PSOE lo suficientemente joven (la que más: Isabel Pozuelo -veintipocos-, el mayor: Guerra -treintitantos-; por cierto, los dos mantienen su escaño en el Congreso) como para no tener deudas con el régimen; lo suficientemente clandestino (los alumnos de Medicina de aquella época aún recordarán los mítines de Yáñez, igual que el decano de Filosofía no habrá olvidado aquel mayo de 1971 en que pidió la expulsión de Carmeli, su mujer) como para legitimarse ante quienes llevaban décadas luchando; lo suficientemente moderado como para ser considerado un mal menor ante la avalancha de partidos de izquierda que se temía (hay quien asegura que González fue designado líder del PSOE meses antes de Suresnes, en la Operación Primavera que organizó el SECED -algo así como la CIA de Franco-: el Servicio Central de Documentación estudió a todos los candidatos y escogió a Isidoro, le entregó el pasaporte, le escoltó a Francia y convenció a Juan (Nicolás Redondo) para que le diera sus votos).
No intento ahora discernir si los delegados de aquel XXVI Congreso acertaron, o si debieron de haber optado por las tesis que defendían Pablo Castellano y Paco Bustelo (que derivarían en la Izquierda Socialista que nació en 1997, cuando González impuso la renuncia al marxismo); sólo es que añoro el debate. Un debate ideológico, más allá de las personas, en el que se propongan dos fórmulas distintas para enfrentar -y solucionar- los problemas, y que permita elegir entre el rojo y el azul o entre el blanco y el negro (y no entre distintas gamas de gris).
Lo echo de menos, como supongo que lo harán las 972 personas que acudirán al XXXVIII Congreso. Más o menos, como en el resto de congresos del resto de partidos.

9/1/12

O más impuestos o menos estado

Hay verdades que molestan especialmente, pero no por ello dejan de ser ciertas, y entre ellas hay una que aparece de cuando en cuando en las portadas de los periódicos -aunque no la queramos leer-: "Los españoles pagamos pocos impuestos."
Y ahora no me refiero al fraude o a la evasión fiscal -lo haré más abajo-, sino sencillamente a la presión tributaria. En España -según el último informe de la OCDE- la carga impositiva (en relación al PIB) apenas supera el 30% -la séptima más baja de la Unión Europea-, muy lejos de los porcentajes que se registran en los países nórdicos: Finlandia (42,6%), Noruega (42,9%), Suecia (46,7%) o Dinamarca (48%). En ese mismo ránking de la OCDE sobre el esfuerzo fiscal -en el que España ocupa el puesto 22º-, Japón se sitúa en la posición 28ª (con el 26,9%) y Estados Unidos en la 32ª (24,1%).
Lo malo es que, por mucho que quisiéramos mirar para otro lado, los servicios públicos sólo son viables cuando hay suficientes ingresos con los que garantizarlos. No es casualidad que los norteamericanos, que pagan la mitad de impuestos que los daneses, disfruten de peores servicios y muchos menos subsidios y prestaciones sociales. En Dinamarca, no existen carreteras de peaje, los estudiantes reciben una beca -de más de setecientos euros mensuales- mientras dura su periodo de formación y los salarios más bajos se complementan con una ayuda pública para la vivienda, porque el estado ingresa lo suficiente como para afrontar esos gastos.
En España (y en países como Portugal, Grecia o Irlanda) hemos pretendido tomar lo mejor de cada uno de los modelos: impuestos bajos (como en Estados Unidos, Australia o Japón) y servicios sociales de calidad (como en el norte y en el centro de Europa), pero esa combinación tiene el recorrido muy corto. Más allá de algunas complejas y circunstanciales operaciones financieras, los estados no disponen de fuentes de ingresos más allá de los tributos, de manera que, si los ciudadanos no pagan, las prestaciones públicas se hacen insostenibles.
Cada vez que nos amenazan con el copago -han empezado con el sanitario, pero llegarán otros-, no hacen sino recordarnos que con lo que aportamos ya no llega y que hay que contribuir un poco más si queremos conservar el actual sistema de pensiones, la enseñanza pública, el modelo sanitario, el subsidio por desempleo o la atención a los dependientes. Porque el copago no es sino otra forma de tributación -ésta, a semejanza de los impuestos indirectos- mucho más injusta, insolidaria y regresiva, contraria al espíritu del artículo 31.1 de la constitución ("Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad"). Cuando hablamos de impuestos directos -como el IRPF, por ejemplo-, cada uno aporta según su patrimonio, pero cuando el pago se hace mediante una tasa, la factura es la misma para ricos o para pobres (cuando toque pagar por visitar Urgencias -pongamos que sean quince euros-, lo que al presidente de Banca Cívica le supondrá el 0.03% de su salario semanal, al mileurista se le disparará hasta el 6%).
Es decir, que o pagamos más impuestos -directos- o lo hacemos mediante tasas, impuestos especiales -como el de los carburantes- y copagos. Pero pagar, vamos a terminar pagando. ¿O quién lo hace si no?
Siempre nos quedará el argumento de que bastaría con combatir eficazmente el fraude fiscal para evitarnos la recientemente anunciada subida impositiva (los españoles también somos líderes en urdir estrategias -más o menos legales- con las que ahorrarnos unos eurillos), o que es posible gestionar mejor y priorizar garantizando las partidas de mayor contenido y relevancia social. Cierto, pero nunca será suficiente. Si queremos servicios, tenemos que ser coherentes y costearlos.
Con la llegada del siglo XXI, se ha recuperado un debate -que parecía superado- entre los detractores y los defensores del estado del bienestar. Grupos proclives al liberalismo que -como el Tea Party- abogan por la rebaja de impuestos y, consecuentemente, por la reducción del gasto público, han reunido suficientes seguidores en Europa como para cuestionar las políticas sociales que promueven la integración y la convergencia ciudadana a través de la solidaridad, y. día a día, ganan más adeptos con sus planteamientos demagógicos: proponen la eliminación de determinados impuestos sin explicar que eso conduciría a la supresión de buena parte de la cobertura pública.
A nadie le gusta pagar impuestos (a mí, desde luego, no) y por ello es tan necesario vigilar a qué se destinan y exigir que se empleen criterios en beneficio de la mayoría. Pero una sociedad que no contribuye (y que prefiere contratar a un asesor fiscal para que le enseñe a pagar aún menos), conforma estados débiles e insolidarios.
(Eso sí. Cuando luego vemos un documental sobre Copenhague, todos -unos y otros, los que pagan y los que no- coincidimos: "-¡Qué bien se tiene que vivir en ese sitio!")

4/1/12

Una crisis para volver a ser pobres

Nadie, sobre la faz de la Tierra, dudará ya de que esto de la crisis es un enorme embuste.
Llevamos tantos meses desayunando con macrocifras, previsiones y análisis, que no hay quien se trague que resultó imposible prever la actual situación, que los economistas no anticiparon que ocurriría lo que está ocurriendo y que no advirtieron a quienes tenían que activar las medidas oportunas para corregir y evitar la debacle. Entonces ¿por qué no se actuó?
El día en que las nubes se abran y dejen paso al sol -que algún día se abrirán- podremos hacer balance de los daños que ha causado el temporal y, lo que es más importante, desenmascarar a quienes han obtenido beneficio de esta etapa de turbulencias.
Los recortes -los ya aplicados y los que quedan por aplicar- van a significar un grave deterioro en los servicios básicos y estratégicos que los estados prestan a sus súbditos. La disminución de las partidas destinadas a la sanidad -por ejemplo- invitará a quien pueda permitírselo a contratar con compañías privadas. Cuando crezcan  las ratios en las escuelas públicas, desaparezcan los cheques-libro y se rebajen las ayudas y las becas, muchas familias -las que puedan pagar- acudirán a los colegios privados. Si los jubilados siguen perdiendo poder adquisitivo, aumentarán los fondos de pensiones; habrá más gimnasios privados cuantas más instalaciones públicas se cierren; más publicidad para las teles comerciales, cuantas más cadenas autonómicas abandonen sus emisiones; más peajes en las autopistas, cuanto menos atractivas sean las autovías.
Por lo tanto, la crisis servirá, fundamentalmente, para que engorden sus cuentas de resultados las grandes sociedades mercantiles cuyos mayoritarios paquetes de acciones están, curiosamente, en manos de las grandes entidades financieras, responsables en primera instancia del cataclismo económico que paradójicamente les va a hacer -más- ricos.
La sociedad occidental -en general-, Europa -en particular- y los países mediterráneos -especialmente- habrán retrocedido décadas en sus conquistas sociales cuando en un parqué se certifique el final de la crisis. Habrá que volver entonces a negociar -o a pelear- derechos que ayer adjetivábamos como irrenunciables, y habrá que volver a arrancar -pellizco a pellizco- migajas del ya añorado estado del bienestar.
La historia se repite cíclicamente, y cada vez que las clases más desfavorecidas consigan ascender un peldaño, surgirá -sorpresiva e intempestivamente- una nueva crisis para recordarles cuál es el lugar que le corresponde en la pirámide social.
Así que lo mejor es que acaben cuanto antes con esta farsa para poder empezar de nuevo.