15/3/20

Estado de alarma, alarma de Estado

Sin pretender ser original (imposible cuando nos acribillan miles de comentarios por minuto) mis reflexiones ante esta extraña situación que vivimos no pueden ir más allá de la descripción de mi estado de ánimo, complejo y cambiante.
Lo primero que me invade es la perplejidad. No puedo entender que, a estas alturas del partido, la única solución para protegernos de un virus sea el confinamiento general, como en el Orán de «La peste» (Albert Camus, 1947). Y más cuando, en esta ocasión, hemos visto -y hemos contado- cómo la enfermedad se acercaba día a día, como Aníbal con sus elefantes, y ni siquiera le hemos salido al paso.
En segundo lugar, la incertidumbre. No sé si es por falta de información, por su exceso o por la escasa credibilidad que generan los informantes (que no los informadores), pero no logro hacerme una idea de a qué nos estamos enfrentando. Y no me refiero a la enfermedad en sí (ni siquiera la comunidad científica se pone de acuerdo acerca de su gravedad y sus efectos: para unos es una gripe; para otros, la antesala de graves patologías crónicas y fatales) sino a los efectos de esta crisis. Confío en que se habrán elaborado estimaciones, más o menos precisas, sobre el número de personas que van a resultar infectadas, cuántas serán derrotadas por el virus y cuántos profesionales serán necesarios para atenderlos; cuánto tiempo durarán la emergencia sanitaria y el periodo de aplicación de las medidas implementadas por los gobiernos, cuántas empresas y empleos se perderán y cuánto costará recuperarlos. Ya sea porque las estimaciones resulten desesperanzadoras, ya sea porque carezcan de un mínimo de fiabilidad, no han trascendido y la ciudadanía se ve obligada a obedecer a ciegas, sin respuestas. Un salto al vacío sin conocer la profundidad del abismo ni qué hay en el fondo.
Esto me conduce al tercer sentimiento: la preocupación. No por mi propia salud o la de las personas cercanas, razonablemente protegidas por las estadísticas y la cautela autoimpuesta. Me preocupan la idoneidad y la efectividad de las medidas anunciadas, me preocupan su aplicación y sus consecuencias y me preocupa la respuesta -sostenida en el tiempo- de una sociedad sometida a mis mismas dudas. Me preocupan los llamamientos a la tranquilidad de quienes se muestran nerviosos y me preocupa que, quienes actúan irresponsablemente, lo fíen todo a nuestra conducta responsable.
Como cuarto elemento, la indignación. Indignación frente a quienes no se dan por aludidos, frente a quienes exigen antes de ofrecer y frente a los que buscan su propio beneficio a costa del esfuerzo, el sacrificio y la generosidad del colectivo. Indignación frente a quienes arriman a mi ascua su bandera. Indignación ante la inacción de quienes no se atreven a tomar decisiones y, por cobardía, miden primero los costes (sus costes) y, sobre todo, indignación frente a quienes pretenden aprovecharse de mi indignación para obtener réditos mezquinos y espúreos.
Y, por último, la esperanza. La clave de la supervivencia de cada uno de nosotros, como individuos, se encuentra en el colectivo y en su comportamiento acompasado. Tanto para quienes ejercen la solidaridad exclusivamente como consecuencia de su propio egoísmo, como para quienes se entregan sin reservas ni contraprestaciones en favor del bien común, el sentimiento de pertenencia al grupo se acrecienta ante el peligro y la vulnerabilidad. Sin duda, nuestra sociedad sabe cómo responder ante situaciones de riesgo, a pesar de los obstáculos, las decisiones erradas, las conductas incívicas, las actitudes insolidarias y los intereses bastardos que puedan dificultar el avance.
La esperanza y la confianza en nuestras capacidades atenúan el estado de perplejidad, incertidumbre, preocupación e indignación en el que muchos nos encontramos sumidos. Sobre todo la esperanza y la confianza en que las decisiones adoptadas hayan sido las correctas.