30/7/11

El lindo don Diego

Con la de asesores que allanan el camino a los políticos, parece mentira que ninguno le eche un rato a la hemeroteca. O esa es la sensación que da, porque, si no, ¿cómo se explica que asistamos -día sí, día también- a un catálogo de contradicciones, desmentidos y rectificaciones, y que nadie le saque provecho?
¿Cuántas veces hemos oído al mismo interlocutor decir lo uno y su contrario? Quien ayer aseguró que haría, hoy se hace el olvidadizo, y quien antes negó tres veces ahora cede a la primera. Donde dijo digo, dice diego con la bendición de sus incondicionales y la -incomprensible- absolución de sus enemigos. Si yo me moviese en ese lado de la frontera, no defendería más estrategia que la de airear incongruencias. Claro que, para actuar legítimamente, tendría que buscarme un jefe que pudiera tirar la primera piedra. Misión imposible.
En el s. XVII, Agustín Moreto definió a Diego (por boca de Mosquito, en El lindo don Diego): “En el discurso parece ateísta y lo colijo de que, según él discurre, no espera el día del juicio. A dos palabras que hable le entenderás todo el hilo del talento, que él es necio pero muy bien entendido.”
Pues sí, estamos rodeados de diegos. Lo peor es que ellos lo saben -aunque no lo reconozcan- y se aprovechan de ello: de que nadie les escucha. Ni los suyos, ni los otros.

28/7/11

Sálvese quien pueda

Tengo un primo que es un alto cargo en una consejería. Bueno, en realidad es primo segundo de mi cuñado y no tiene cargo (y ni siquiera es alto), pero desayuna donde el delegado y me tiene al tanto de las inquietudes del personal. Me cuenta Manolo que las plantillas están revueltas -sobre todo de mitad del escalafón para arriba- a la espera de lo que puede venir. Y más teniendo el referente cercano de lo que está pasando en los ayuntamientos y en las diputaciones.
Muchos de los que antes sacaban a ondear el carné del partido y se besaban el escudo de la camiseta cuando el jefe marcaba un gol, ahora presumen de méritos y profesionalidad, y defienden que ocupan una dirección general, una jefatura de área, una gerencia o algo similar sólo por su currículum laboral, y que nada influyó en su nombramiento el ser íntimos del secretario de organización de turno.
Hasta las afecciones y las desafecciones nacen, crecen, se reproducen y mueren. Mi primo (bueno: Manolo) me cuenta que ha visto a alguno partir en dos un carné (de los plastificados) en acto de pública apostasía, y presumir de la antigüedad de su nueva camisa a quien apenas le llega al cuello.
Y es que el instinto de supervivencia nos enseña a alejarnos del árbol que nos protege cuando advertimos que le va a partir un rayo, y nos conduce a buscar refugio bajo otras hojas. Cuando buena parte del bosque está ya carbonizado, los que se habían habituado a disfrutar de la mejor sombra pasean -sin pudor- su pánico a la intemperie.
Todos buscan una nave en la que embarcar -la tripule quien la tripule- y se ciscan en la frase de Méndez Núñez. No sé qué de las honras, de los barcos... y de la vergüenza.

15/7/11

Peligro: chevauchée

En el s. XIV, Eduardo III -rey de Inglaterra-, decidido a terminar la guerra con Francia por la vía rápida, recuperó una vieja táctica militar, la chevauchée, que consistía en enviar a una fuerza de élite -integrada por nobles caballeros- a asolar las aldeas desprotegidas, sembrar el pánico entre la población indefensa, asesinar a los campesinos, violar a sus mujeres, saquear, robar y quemar las tierras y las casas. Este imperio del terror dio sus frutos, aunque la guerra duró más de cien años.
En el s. XXI, a pesar de que en Europa los conflictos afortunadamente ya no son bélicos y de que las conquistas se sustentan en otros criterios y persiguen otros objetivos, seguimos sufriendo estas cabalgadas. Las chevauchées de nuestros días están protagonizadas por individuos de chaqueta y corbata que, subidos en AVE, en mystère o en coche oficial, acosan a los incautos aldeanos, les hacen promesas, los embaucan, obtienen lo que habían venido a buscar y regresan a sus cuarteles de invierno.
Ya no son nobles a caballo, pero siguen siendo la élite y continúan provocando el desconcierto entre la población.

10/7/11

Los políticos y la anosmia

Como regla general, las capacidades, las virtudes y las cualidades de los individuos (e incluso de los grupos humanos) no se valoran hasta que desaparecen, hasta que la realidad deja de parecerse a su recuerdo. Ocurre con la vista, con el oído o con la resistencia física -cuyo deterioro es evidente-, pero no con el olfato. La anosmia, la pérdida de la habilidad olfativa, sólo se reconoce cuando se supera.
Un día, alguien te advierte: “-Huele a gas” y tú le miras con cara de “-Pues yo no he sido”, porque no tienes ni idea de qué te está hablando; o alucinas cuando a tu acompañante se le trasmuta el rictus embriagado por el presunto aroma a dama de noche que tú sólo aciertas -y vagamente- a recordar. Pero, aún así, no llega a ser un problema, porque la nariz -a diferencia de los ojos o los oídos- parece no trabajar a jornada completa y, además, con un rol de fuente de información subsidiaria (o, cuando menos, complementaria) que le condena a la triste y humilde prescindibilidad. Sólo cuando la anosmia se reduce a un síntoma tachado en un historial médico, los aromas (cotidianos y exóticos, dulces y acres, fragantes y pútridos, frescos y añejos) recuperan su protagonismo y se incorporan al álbum de los sentidos; como aquella fotografía que -amarilla- aparece entre las páginas de un libro, para rescatar de la memoria el sabor de la sal, el olor del alcanfor y los ecos apagados de una pista de baile.
La anosmia es un mal que afecta frecuentemente a los políticos (casi siempre, a los más veteranos) del gobierno o de la oposición. Esta pérdida de olfato les conduce, una y otra vez, a recaer en los mismos errores y desencuentros frente al colectivo al que creen representar. Tampoco en esta variante, la anosmia es detectada por el paciente hasta que el redescubrimiento del olor anuncia el final del problema. Hasta que eso ocurre, gobernantes y aspirantes se mantienen indiferentes al hedor que a menudo les acompaña.
Cuando lo huelen, siempre es demasiado tarde.