31/3/12

El plato de lentejas (o ¿Debe de pactar Izquierda Unida?)

PSOE e Izquierda Unida nunca se han llevado bien.
En 1920, un grupo de jóvenes socialistas (entre ellos, Dolores Ibárruri) fundó el Partido Comunista Español; un año más tarde, un grupo de afiliados del PSOE -alguno de ellos, dirigente y fundador, junto a Pablo Iglesias- se escindió para crear el PCOE (Partido Comunista Obrero Español). En marzo de 1922, las dos formaciones recién constituidas se unieron en el primer congreso del Partido Comunista de España.
Noventa años llevan PSOE e Izquierda Unida compitiendo y disputándose el mismo territorio de caza, distanciándose y acercándose en lo ideológico, sumando fuerzas (en contadas ocasiones) y negándose mayorías (las más de las veces). El partido de los comunistas nació y creció por la frustración de los socialistas desencantados, aunque ahora -sobre todo en las últimas décadas- los trasvases suelen llevar la dirección contraria.
Casi un siglo de convivencia en el que ha habido más desencuentros que cooperación, más deslealtad que auxilio. Únicamente han compartido consejo de ministros entre 1936 y 1939 (sólo cuando Largo Caballero exigió al PCE que se implicara en el gobierno, aceptaron sendas carteras Jesús Hernández Tomás -diputado por Córdoba- y Vicente Uribe), prólogo de un rimero de colaboraciones más obligadas que pretendidas. No supieron -ni quisieron- entenderse durante la dictadura (cuando el PCE era el Partido) ni en los albores de la transición (los comunistas impulsaron la Junta Democrática -en 1974- y los socialistas, la Plataforma de Convergencia -en 1975-), rivalidad que alcanzó su cénit cuando Felipe González aconsejó a Adolfo Suárez (28 de noviembre de 1976) que no legalizara el partido de Santiago Carrillo, que esperara hasta que la democracia estuviera consolidada. [Cinco meses después -9 de abril de 1977-, se produjo la legalización, probablemente para promover la división del electorado de izquierdas]
A partir de 1977, PSOE y PCE (desde 1986, Izquierda Unida) se han repartido -bien es cierto que de manera muy desigual- los mismos votos: cuando uno crece, pierde apoyos el otro; cuando se desgasta uno, el otro se recupera. Los dos intentan pescar en piscina ajena y celebran como triunfos propios los fracasos del vecino.
En este periodo, a Izquierda Unida le ha ido mejor cuanto más se ha alejado del partido socialista. Su época dorada (1993-1996) coincide con la consolidación de Julio Anguita en el liderazgo de la formación. En ese periodo, cuando el Califa predica que el PSOE se encuentra en la otra orilla (junto al Partido Popular), IU rompe sus techos y llega a sumar 2,5 millones de votos y 3.500 concejales en las Municipales de 1995 (en 2011: 900 mil votos y 900 concejales menos), y 2,6 millones de votos en la Generales de 1996 (ni Gerardo Iglesias -diez años antes- ni Gaspar Llamazares -doce años después- alcanzaron el millón); ese año, Izquierda Unida contó con 21 diputados en el Congreso -casi como en el 79-, una renta que se fue desvaneciendo convocatoria tras convocatoria (de 21 a 8, de 8 a 5, de 5 a 2).
En el Parlamento de Andalucía, Izquierda Unida mantiene su plusmarca personal en las veinte actas obtenidas en 1994. Hoy, con ocho parlamentarios menos, se debate entre desembarcar con sus doce escaños en la orilla del PSOE o ponerse de perfil y permitir que el enemigo común acceda al trono. Un debate con muchos pros y muchos contras.
Las coaliciones cuestan, y cuestan más al socio minoritario: los electores suelen castigar ese voto diferido -“Para que tú entregues mi voto, lo entrego yo, directamente”- y las disensiones internas desangran y dejan cicatrices indelebles. En este caso, IU lleva treinta años criticando a quienes ahora le convocan a la reunión de los martes, treinta años recriminando aptitudes y actitudes, treinta años soportando rodillos y desaires. Treinta años y ninguna garantía de que los próximos cuatro vayan a ser radicalmente distintos y de que la mancha de grasa que ellos mismos denunciaron no les acabe pringando.
En el otro platillo de la balanza está el plato de lentejas. Por mucho que Izquierda Unida insista en que sólo formará parte del gobierno andaluz para hacerlo girar a la izquierda, a nadie se le escapa lo que supondría entrar en ese gabinete, la relevancia de gestionar presupuestos y la importancia de designar cargos públicos. Además, gobernar -siempre que gobiernen bien- aunque sea sólo un par de áreas, les aportará el marchamo de calidad y credibilidad que hasta ahora se les ha negado, y que adornará su currículum en la próxima cita con las urnas. Tienen la oportunidad de demostrar que el programa electoral de IU es algo más que una interesante -pero utópica- declaración de intenciones.
Los ortodoxos de la teoría de las orillas y los exégetas del ideario prefieren no beber de ese cáliz pero, con la que está cayendo, ¿quién desprecia unas lentejas? Cuesten lo que cuesten.

23/3/12

Las elecciones del miedo


Las del próximo domingo son las elecciones del miedo. Las del miedo a perder.
En ellas, el PSOE se juega mucho más que el gobierno. Si las urnas le arrebatan el último fortín, la derrota arrastrará a cientos -quizás a miles- de puestos de trabajo (en su mayoría, altos cargos) poco o nada habituados a enviar currículums. Si el PSOE pierde estas elecciones, se avecinan días convulsos, de crueles luchas cainitas para conquistar los cada vez más exiguos reductos de poder.
El otrora todopoderoso partido socialista se ha ido desgarrando elección tras elección. Ha ido desalojando ayuntamientos y diputaciones, juntas de gobierno y consejos de administración. La formación que hace más de un siglo fundara Pablo Iglesias para revolucionar las estructuras del estado es hoy una máquina de gobernar aterrada ante la posibilidad del último desahucio.
También se lo juega todo el Partido Popular. Al menos el PP de Andalucía. Nunca ha tenido tan al alcance de la mano -y probablemente, nunca lo tendrá- rendir esta plaza, frente a un rival vencido en las encuestas, acosado en los tribunales, vapuleado en los periódicos y cuestionado en las calles; un sparring de brazos caídos que sólo aspira al combate nulo para pedir la revancha.
Y aún así, el Partido Popular podría perder este tren. Arenas, que lleva desde los treinta y tantos aspirando al cetro, es consciente de que no tiene más balas en la recámara y de que ha puesto toda la carne en el asador, pero también sabe que tras la noche en que la aritmética de las urnas le corone -esta vez, sí- campeón, puede despertar con el regusto amargo que en ocasiones dejan las ententes postelectorales.
Para el PP, el gobierno de la Junta de Andalucía es algo más que el paraíso prohibido. Igual que su conquista significaría un golpe moral del que sus oponentes tardarían años en recuperarse, un nuevo fracaso -como en Covadonga- insuflaría ánimos al rival exánime, aunque -como en Covadonga- la reconquista tenga que esperar. Además, el gobierno central confía en esta victoria para evitar cuatro años de inhóspita cohabitación, con un PSOE atrincherado -por voluntad propia- y radicalizado -por la de sus más que previsibles socios de gobierno-.
Los sesudos analistas aseguran que no hay lugar para la sorpresa y que el suelo electoral del Partido Popular supera holgadamente el peldaño de la mayoría absoluta. Pero, cuando se apagan los focos y se termina el posado, asoma en los rostros -de unos y de otros- el rictus del miedo.

18/3/12

Cruz Conde peatonal (espinela)

El "No sabe, no responde"
-tan habitual en Nieto-
ha mudado en un Decreto
Anticoches por Cruz Conde.
Como aquel que nada esconde
(aunque suene a cantinela
y le duela a quien le duela),
bendigo la decisión,
aplaudo la prohibición
y dedico esta espinela.

9/3/12

Nieto: uno y trino


Centenares de titulares se han escrito, en los últimos treinta años, con los que evidenciar los innumerables desencuentros internos en el seno de cada uno de los partidos, fundamentalmente porque la dirección, las estrategias y las teorías políticas de cada formación -las que pergeñan sus responsables orgánicos- difícilmente coinciden, en la práctica, con el ejercicio diario de las responsabilidades institucionales -las de los cargos públicos, para que nos entendamos-. Si a esto añadimos las ambiciones, los celos, las intrigas, los intereses y las rencillas personales -entre camaradas- lo extraño es que no haya habido aún más enfrentamientos y que la sangre -casi- nunca haya llegado al río.
En el caso del ayuntamiento, merece la pena recordar que ninguno de los seis alcaldes que precedieron a José Antonio Nieto lideraba su partido en el momento de su nombramiento, lo que probablemente explique el caótico fin de fiesta de algunos de ellos, especialmente esperpéntico en el caso de Herminio Trigo o de Rosa Aguilar.
Sólo José Antonio Nieto parece haber aprendido esta lección. Concejal desde 1995, en febrero del 2006 se hace con la presidencia provincial del Partido Popular y -sin prisa, pero sin pausa- pone en marcha un proceso que le habrá de conducir hacia el control absoluto de su formación. Rescatando a unos y postergando a otros, promocionando a los leales y relegando a los díscolos, Nieto ha conseguido rodearse de una guardia de corps fiel, entregada, temerosa y obediente, ansiosa por satisfacer los deseos del líder y humilde a la espera de su recompensa.
Un cesarismo que alcanzó su máxima expresión a partir de mayo, cuando las urnas le invistieron de la autoridad necesaria para nombrar a alcaldes y concejales, para diseñar el grupo de la Diputación, para designar representantes en el Congreso, en el Senado y en el Parlamento autonómico y hasta para elegir al subdelegado del gobierno. El conjunto de los cargos públicos cordobeses del Partido Popular conforman una suerte de enorme grupo municipal con el alcalde a la cabeza, una especie de institución única en la que se confunden los cargos, se repiten las personas y se solapan las acciones, y todos a la sombra de un líder que no duda en mandar callar a un subdelegado, rectificar a un teniente de alcalde o llamar al orden a un diputado. Si los votos terminan por alojar a Arenas en el Palacio de San Telmo, pronto veremos a algún consejero cordobés rendir cuentas en Capitulares.
José Antonio Nieto ha alcanzado su objetivo: ser uno y trino. Ser la única autoridad institucional, política y hasta espiritual del Partido Popular; su único referente y su única voz infalible.
El problema -para él y para su partido- es que, con esta estrategia personalista -¡ay, los daños colaterales!-, también ha fulminado a su sucesor y a su delfín antes de que nazcan. Cuando la previsible progresión política de Nieto le lleve a calentar sillones más nobles que el de la alcaldía, no les será fácil encontrar relevo, menos aún para dirigir una estructura diseñada tan a su medida.
Y puede ser que esto ocurra mucho antes de lo que parece.