1/1/09

Feliz año nuevo

Estamos subidos en una gigantesca peonza que recorre el universo a una velocidad que se escapa de toda imaginación.
‘Gigantesca’ porque la Tierra es una cuasiesfera que pesa casi 6.000 trillones de toneladas y ocupa algo más de un millón de billones de metros cúbicos de sistema solar.
Aunque parezca imposible, esta bola enorme, de más de 40 mil kilómetros de perímetro, con una superficie que, extendida, ocuparía 510 millones de kilómetros cuadrados, gira sobre sí misma, como una ‘peonza’, a más de 1.600 kilómetros por hora (en el ecuador; en el eje de rotación, está prácticamente quieta).
Por si fuera poco, este trompo descomunal además se desplaza, a 107 mil kilómetros por hora, girando alrededor del sol. (Por cierto, que la Tierra y el Sol -y todo el Sistema Solar- también se mueven dentro de la Vía Láctea, a más de 980 mil kilómetros por hora; una Vía Láctea que, a su vez, navega por el firmamento a una velocidad aún mayor).
Como si se tratara de un estadio de atletismo -en este caso, prácticamente circular-, alrededor del Sol hay una pista de carreras con varias calles. La nuestra, la tercera, tiene una cuerda de más de 900 millones de kilómetros. Los planetas que viajan por las calles más cercanas completan sus vueltas mucho más rápido (Mercurio da la vuelta al Sol en menos de tres meses; Venus tarda siete meses y medio), mientras que los ‘corredores’ más alejados del centro hacen una carrera por su cuenta (casi 165 años tarda Neptuno en completar cada circunferencia).
Esta larga introducción (por cuyas imprecisiones pido humildemente perdón a todos los astrofísicos presentes en la sala) viene a cuento de la actual colocación de la pancarta de meta en este inmenso velódromo cósmico. Es decir ¿en qué lugar de la órbita terrestre hay que empezar a contar cada vuelta? O, dicho de otra manera, ¿qué día empieza el año nuevo?
Aunque los más osados aseguran que la Tierra ya ha dado más de cuatro millones y medio de vueltas al Sol (la primera mitad de la carrera, sin tripulación), sólo en las últimas 3.000 o 4.000 circunvalaciones ha habido interés por medirlas, cronometrarlas y, en definitiva, preverlas, para anticipar cuándo, en qué momento de cada vuelta, llegarían las lluvias, el calor o las cosechas.
Buena parte de la humanidad (si no la más numerosa, sí la más influyente) se rige por el calendario gregoriano, el occidental, el que fija el inicio del año el primer día del mes de enero, pero no en todo el planeta se utiliza el mismo convencionalismo.
El 30 de septiembre, 1 de tishrei, comenzó el año 5769 para el pueblo judío. Los musulmanes estrenaron año nuevo (el 1430 de la Hégira) el pasado 29 de diciembre, para ellos el 1 de muharram. Los chinos iniciarán el 26 de enero su año 4707 (el año del buey).
¿Cómo se eligen estas fechas? La mayoría de los calendarios tienen su origen en la necesidad de preparar las labores del campo. Por ello, se solía hacer coincidir el principio del año con el equinoccio de otoño (así lo hicieron los egipcios, así se hizo con el calendario republicano francés, y así se hace actualmente en los centros educativos, para el año hidrológico y para la liga de fútbol) o con el de la primavera (el caso, entre otros, de los antiguos chinos), con los ciclos lunares o con las apariciones de determinadas estrellas (fundamentalmente, Sirio). Con el paso del tiempo, y con las correcciones que han tenido que incorporar todos los sistemas de medición -sin excepción-, las fechas se han ido moviendo y adaptando a otro tipo de necesidades (principalmente, administrativas).
En nuestro caso, la adopción del 1 de enero como inicio del cómputo anual se la debemos -¿cómo no?- a los antiguos romanos y a su animus belli. Inicialmente, el año romano comenzaba en marzo (martius), el segundo mes era abril (aprilis), el tercero, mayo (en honor de Maius, dios de la abundancia), y el cuarto, junio, dedicado a Juno. Le seguían, en quinto lugar, quintilis (que luego se denominó julio, en honor a Julio César), sextilis (el futuro agosto, por Octavio Augusto), septembris (el séptimo), octobris (el octavo), novembris (el noveno) y decembris (el décimo). El primitivo año romano se completaba con januarius (el mes de Jano) y se cerraba con el mes de las februa, o purificaciones -februaris-, con 28 o 29 días según las necesidades.
Sin embargo, a los militares, que comenzaban sus hazañas bélicas en primavera (en el mes de Marte), les venía mejor adelantar un par de meses el año nuevo, y así tener tiempo para preparar las campañas, provisionarlas, y reclutar e instruir a los legionarios. Gracias a ellos, septiembre no es el mes séptimo sino el noveno, y el día bisiesto no es el último del año sino el sexuagésimo.
En sentido estricto, y a falta de criterios objetivos, cada instante comienza una nueva vuelta al Sol. ¿Qué más da que nos quedemos con el calendario gregoriano, con el chino o con el escolar, o que situamos nuestro año nuevo el día de nuestro cumpleaños? Se trata de meros convencionalismos que apenas nos sirven para rendir cuentas y realizar predicciones. ¿Qué sería de los pronósticos del FMI, de la OCDE, de la FUNCAS…, de las estadísticas del INE, del CSIC, del IESA…, de los programas de la UE, de la UN, de la OMS… si no estuviésemos de acuerdo en que los años van de enero a diciembre?
Y, sobre todo, ¿qué seria de Movistar, Vodafone y Orange sin los 200 millones de SMS con los que nos hemos felicitado los españoles el año nuevo?
Estas sí que son macrocifras.