Centenares de titulares
se han escrito, en los últimos treinta años, con los que evidenciar
los innumerables desencuentros internos en el seno de cada uno de los
partidos, fundamentalmente porque la dirección, las estrategias y
las teorías políticas de cada formación -las que pergeñan sus
responsables orgánicos- difícilmente coinciden, en la práctica,
con el ejercicio diario de las responsabilidades institucionales -las
de los cargos públicos, para que nos entendamos-. Si a esto añadimos
las ambiciones, los celos, las intrigas, los intereses y las
rencillas personales -entre camaradas- lo extraño es que no haya
habido aún más enfrentamientos y que la sangre -casi- nunca haya
llegado al río.
En el caso del
ayuntamiento, merece la pena recordar que ninguno de los seis
alcaldes que precedieron a José Antonio Nieto lideraba su partido en
el momento de su nombramiento, lo que probablemente explique el
caótico fin de fiesta de algunos de ellos, especialmente
esperpéntico en el caso de Herminio Trigo o de Rosa Aguilar.
Sólo José Antonio Nieto
parece haber aprendido esta lección. Concejal desde 1995, en
febrero del 2006 se hace con la presidencia provincial del Partido
Popular y -sin prisa, pero sin pausa- pone en marcha un proceso que
le habrá de conducir hacia el control absoluto de su formación.
Rescatando a unos y postergando a otros, promocionando a los leales y
relegando a los díscolos, Nieto ha conseguido rodearse de una
guardia de corps fiel, entregada, temerosa y obediente, ansiosa por
satisfacer los deseos del líder y humilde a la espera de su
recompensa.
Un cesarismo que alcanzó
su máxima expresión a partir de mayo, cuando las urnas le
invistieron de la autoridad necesaria para nombrar a alcaldes y
concejales, para diseñar el grupo de la Diputación, para designar
representantes en el Congreso, en el Senado y en el Parlamento
autonómico y hasta para elegir al
subdelegado del gobierno. El conjunto de los cargos públicos
cordobeses del Partido Popular conforman una suerte de enorme grupo
municipal con el alcalde a la cabeza, una especie de institución
única en la que se confunden los cargos, se repiten las personas y
se solapan las acciones, y todos a la sombra de un líder que no duda
en mandar callar a un subdelegado, rectificar a un teniente de
alcalde o llamar al orden a un diputado. Si los votos terminan por
alojar a Arenas en el Palacio de San Telmo, pronto veremos a algún
consejero cordobés rendir cuentas en Capitulares.
José
Antonio Nieto ha alcanzado su objetivo: ser uno y trino. Ser la única
autoridad institucional, política y hasta espiritual del Partido
Popular; su único referente y su única voz infalible.
El
problema -para él y para su partido- es que, con esta estrategia
personalista -¡ay, los daños colaterales!-, también ha fulminado a
su sucesor y a su delfín antes de que nazcan. Cuando la previsible
progresión política de Nieto le lleve a calentar sillones más
nobles que el de la alcaldía, no les será fácil encontrar relevo,
menos aún para dirigir una estructura diseñada tan a su medida.
Y
puede ser que esto ocurra mucho antes de lo que parece.
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