29/5/13

Palabras, palabras, palabras


Polonius: “-What do you read, my lord?”
Hamlet: “-Words, words, words.”
(Hamlet, de William Shakespeare. Acto II, Escena II.)

La economía es la ciencia que transforma la realidad en cifras. La política es el arte de ocultar la realidad y las cifras detrás de las palabras. Palabras, palabras, palabras.
Triscando los dientes de sierra del gráfico del peibé, cualquier economista que se precie se atreve a predecir -que acierte o no, ya es otro cantar- cuándo los números nos sacarán de la lista del paro, cuándo cambiaremos de coche o cuándo podremos vender el piso; surfeando la onda de la prima de riesgo, el ojo del analista experto deduce cuánto bajarán nuestras pensiones, cuántos hospitales habrá que privatizar o cuántas empresas echarán la persiana. Ni la Sibila de Delfos afinó tanto profetizando calamidades, oye. Entre tanto vaticinio y tanto malfario, ¿cómo no van a aparecer luego los políticos para analizar los análisis, camuflar los datos con una costra de maquillaje -sombra aquí, sombra allá- y ahogarnos los sentidos con su verborragia y su hemorragia verbal? Palabras, palabras, palabras.
Los hubo que creían que bastaba con soplar para hacer botellas (“-Dejadme a mí -decían-, que esto lo arreglo yo antes de terminar la mudanza.”), los hay que reclaman otra -¡¡¿otra?!!- oportunidad 'porque-ahora-sí-sé-cómo-hacerlo' (infelices: lo que natura non da, Salamanca non presta) y los que continúan haciendo cola junto al escenario sin tener uña de guitarrero (no me imagino la melodía que saldría de aquel instrumento). Y todos, unos y otros, esconden su incapacidad, sus frustraciones y su impericia bajo un rimero de explicaciones, acusaciones, digresiones, justificaciones, imprecaciones y excusas. Palabras, palabras, palabras.
Por muy aceradas que se presenten las cifras (y 6.202.700 es mucho acero), las plumas están derrotando a las espadas, y los discursos -las palabras- bastan para desindignar a los indignados, atemperar los acaloramientos, aletargar los impulsos y desapasionar las pasiones. En el sopor de la letanía, hemos edificado una sociedad crédula y conformista que acepta lo inaceptable, que se deja mecer en la vacuidad del mensaje, que antepone la comodidad a la insumisión, la indolencia a la necesidad y el asentimiento a la irreverencia. Bajo la estridencia del verbo, hemos renunciado a la reflexión y al debate, y hemos pretendido construir supuestas alternativas en base a viejos argumentarios. Palabras, palabras, palabras.
Claro que son necesarias las palabras, pero otras palabras. Se precisan palabras para combatir la resignación y la desesperanza; palabras que sirvan de prólogo a la acción y a los posicionamientos; palabras que sustenten reformas y rupturas.

Palabras que, para no sonar huecas, tienen que salir de otras gargantas.

20/1/13

Ensayo sobre la ceguera


Luis Bárcenas (Foto: Reuters)
«Y porque vea vuestra merced a cuánto se estendía el ingenio deste astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron. [...] Acaeció que llegando a un lugar que llaman Almorox al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo dellas en limosna […]. Sentámonos en un valladar y [el ciego] dijo:
-Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas dél tanta parte como yo. Partillo hemos desta manera: tú picarás una vez y yo otra; con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva, yo haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño.
Hecho ansí el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el traidor mudó de propósito y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debría hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, mas aun pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres, y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo:
-Lázaro, engañado me has: juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.
-No comí -dije yo-, mas ¿por qué sospecháis eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
-¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.»
(La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades)

Confieso, sin ocultar cierto pudor, que me vuelvo más desconfiado con cada nueva cana que peino. Durante años, confié en la gente por encima de mis posibilidades, seguí a Rousseau a pies juntillas -“To'l mundo es güeno”- y me desollé las tragaderas empeñado en engullir muelas de molino como si no hubiera un mañana. Cada vez que un político se subía a un púlpito para jurar su inocencia sobre los evangelios, ahí estaba yo, poniendo a disposición del susodicho cuantas mejillas fueran necesarias. Sin caer en distingos entre reyes y villanos, bastaba un “-Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir” para iluminar las tinieblas y las dudas a golpes de orgullo y satisfacción.
Pero -como Scorsese- un día decidí poner fin a la edad de la inocencia y -como Pablo de Tarso- pasarme al otro lado del mostrador (eso sí: yo me ahorré la caída del caballo y sus consiguientes secuelas). Ahora todo en mí es incredulidad y escepticismo, y no me resisto a despellejar al cabrito hasta desenmascarar al lobo que -maldito Hobbes- todos llevamos dentro. Cautiva y desarmada mi candidez (y puesto que no se pueden escribir grandes verdades utilizando medias tintas), me he convertido en el jefe de los talibán del recelo y la sospecha y, ante el primer desmentido oficial, se me disparan las alarmas antirrobo. En otro momento, me hubiera entretenido en identificar al macho alfa y sus aullidos; hoy no pierdo el tiempo en menudencias y embuto en la chupa de dómine más grasienta posible a todo aquel que asome la nariz por el área pequeña.
Que me convenza el suegro del duque de su propia inocencia. Que demuestre il capo di tutti capi que él se enteró del pufo viendo el telediario. Que exponga sus excusas exculpatorias el torpe aprendiz de Savonarola redivivo que tanto predicó contra la corrupción, el lujo y la depravación. Que lo intente, pero le va a costar. No me refiero al corrupto confeso; sudores le va a costar a su vecino de despacho, de escaño, de negociado, de cama o de camarote redactar un convincente ensayo sobre su ceguera, el único argumento que me haría aceptar que caminan entre la podredumbre sin contaminarse, inmunes a las tentaciones transmutadas en vulgares maletines de piel o en suntuosas bolsas de basura.
Claro que están ciegos, porque quieren estarlo para -como el amo de Lázaro- engullir sin remordimientos las uvas de dos en dos (no sea que el resto de invitados les deje sin banquete) y/o revestir de sinceridad el uniforme de traicionado y afrentado justiciero (aunque nunca superan el nivel de 'patético vengador cornudo').
No hay peor ciego que el que no quiere ver. Estos, encima, pretenden conducirnos de oído. Y sin escucharnos.