Ante la falta de acuerdo, de Toulouse
surgieron tres aspirantes (ahora se les llamaría precandidatos)
para dirigir el partido: Pablo Castellano, Nicolás Redondo y Felipe
González, y los tres, junto a otros de menor peso, constituyeron una
dirección colegiada; Llopis había quedado fuera. En 1974, los
reunidos en Suresnes tuvieron que optar entre el más socialista
(Castellano), el más obrero (Redondo) o el más... el menos incómodo
para el régimen de Franco y la socialdemocracia europea (González).
El líder de la UGT se retiró, Pablo Castellano protestó, y Felipe
(y sus tesis) se hicieron con el poder.
En aquellos dos congresos se decidió
no sólo quien ocuparía la secretaría general del partido, también
se votó una nueva ideología, un nuevo perfil político y una nueva
estrategia. Un nuevo PSOE que quedó reflejado en la famosa foto de
la tortilla, en la que un grupo de jóvenes sevillanos con
inquietudes comparte una jornada de campo. [A pesar de
los años, aún se reconoce (de pie) a Pablo Juliá, a Rodríguez de
la Borbolla, a Isabel Pozuelo, a Carmen Romero y a Alfonso Guerra, y
(en el suelo) a Carmen Hermosín, a Felipe González. a Luis Yáñez
y a Manuel Chaves, entre otros; de la tortilla, nunca se supo]
Era aquel un PSOE lo suficientemente joven (la que más: Isabel Pozuelo -veintipocos-, el mayor: Guerra -treintitantos-; por cierto, los dos mantienen su escaño en el Congreso) como para no tener deudas con el régimen; lo suficientemente clandestino (los alumnos de Medicina de aquella época aún recordarán los mítines de Yáñez, igual que el decano de Filosofía no habrá olvidado aquel mayo de 1971 en que pidió la expulsión de Carmeli, su mujer) como para legitimarse ante quienes llevaban décadas luchando; lo suficientemente moderado como para ser considerado un mal menor ante la avalancha de partidos de izquierda que se temía (hay quien asegura que González fue designado líder del PSOE meses antes de Suresnes, en la Operación Primavera que organizó el SECED -algo así como la CIA de Franco-: el Servicio Central de Documentación estudió a todos los candidatos y escogió a Isidoro, le entregó el pasaporte, le escoltó a Francia y convenció a Juan (Nicolás Redondo) para que le diera sus votos).
Era aquel un PSOE lo suficientemente joven (la que más: Isabel Pozuelo -veintipocos-, el mayor: Guerra -treintitantos-; por cierto, los dos mantienen su escaño en el Congreso) como para no tener deudas con el régimen; lo suficientemente clandestino (los alumnos de Medicina de aquella época aún recordarán los mítines de Yáñez, igual que el decano de Filosofía no habrá olvidado aquel mayo de 1971 en que pidió la expulsión de Carmeli, su mujer) como para legitimarse ante quienes llevaban décadas luchando; lo suficientemente moderado como para ser considerado un mal menor ante la avalancha de partidos de izquierda que se temía (hay quien asegura que González fue designado líder del PSOE meses antes de Suresnes, en la Operación Primavera que organizó el SECED -algo así como la CIA de Franco-: el Servicio Central de Documentación estudió a todos los candidatos y escogió a Isidoro, le entregó el pasaporte, le escoltó a Francia y convenció a Juan (Nicolás Redondo) para que le diera sus votos).
No intento ahora discernir si los
delegados de aquel XXVI Congreso acertaron, o si debieron de haber
optado por las tesis que defendían Pablo Castellano y Paco Bustelo
(que derivarían en la Izquierda Socialista que nació en 1997,
cuando González impuso la renuncia al marxismo); sólo es que añoro
el debate. Un debate ideológico, más allá de las personas, en el
que se propongan dos fórmulas distintas para enfrentar -y
solucionar- los problemas, y que permita elegir entre el rojo y el azul o entre el blanco y el
negro (y no entre distintas gamas de gris).
Lo echo de menos, como supongo que lo
harán las 972 personas que acudirán al XXXVIII Congreso. Más o menos, como en el
resto de congresos del resto de partidos.
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