Sin pretender ser original (imposible cuando nos acribillan miles de comentarios por minuto) mis reflexiones ante esta extraña situación que vivimos no pueden ir más allá de la descripción de mi estado de ánimo, complejo y cambiante.
Lo primero que me invade es la perplejidad. No puedo entender que, a estas alturas del partido, la única solución para protegernos de un virus sea el confinamiento general, como en el Orán de «La peste» (Albert Camus, 1947). Y más cuando, en esta ocasión, hemos visto -y hemos contado- cómo la enfermedad se acercaba día a día, como Aníbal con sus elefantes, y ni siquiera le hemos salido al paso.
En segundo lugar, la incertidumbre. No sé si es por falta de información, por su exceso o por la escasa credibilidad que generan los informantes (que no los informadores), pero no logro hacerme una idea de a qué nos estamos enfrentando. Y no me refiero a la enfermedad en sí (ni siquiera la comunidad científica se pone de acuerdo acerca de su gravedad y sus efectos: para unos es una gripe; para otros, la antesala de graves patologías crónicas y fatales) sino a los efectos de esta crisis. Confío en que se habrán elaborado estimaciones, más o menos precisas, sobre el número de personas que van a resultar infectadas, cuántas serán derrotadas por el virus y cuántos profesionales serán necesarios para atenderlos; cuánto tiempo durarán la emergencia sanitaria y el periodo de aplicación de las medidas implementadas por los gobiernos, cuántas empresas y empleos se perderán y cuánto costará recuperarlos. Ya sea porque las estimaciones resulten desesperanzadoras, ya sea porque carezcan de un mínimo de fiabilidad, no han trascendido y la ciudadanía se ve obligada a obedecer a ciegas, sin respuestas. Un salto al vacío sin conocer la profundidad del abismo ni qué hay en el fondo.
Esto me conduce al tercer sentimiento: la preocupación. No por mi propia salud o la de las personas cercanas, razonablemente protegidas por las estadísticas y la cautela autoimpuesta. Me preocupan la idoneidad y la efectividad de las medidas anunciadas, me preocupan su aplicación y sus consecuencias y me preocupa la respuesta -sostenida en el tiempo- de una sociedad sometida a mis mismas dudas. Me preocupan los llamamientos a la tranquilidad de quienes se muestran nerviosos y me preocupa que, quienes actúan irresponsablemente, lo fíen todo a nuestra conducta responsable.
Como cuarto elemento, la indignación. Indignación frente a quienes no se dan por aludidos, frente a quienes exigen antes de ofrecer y frente a los que buscan su propio beneficio a costa del esfuerzo, el sacrificio y la generosidad del colectivo. Indignación frente a quienes arriman a mi ascua su bandera. Indignación ante la inacción de quienes no se atreven a tomar decisiones y, por cobardía, miden primero los costes (sus costes) y, sobre todo, indignación frente a quienes pretenden aprovecharse de mi indignación para obtener réditos mezquinos y espúreos.
Y, por último, la esperanza. La clave de la supervivencia de cada uno de nosotros, como individuos, se encuentra en el colectivo y en su comportamiento acompasado. Tanto para quienes ejercen la solidaridad exclusivamente como consecuencia de su propio egoísmo, como para quienes se entregan sin reservas ni contraprestaciones en favor del bien común, el sentimiento de pertenencia al grupo se acrecienta ante el peligro y la vulnerabilidad. Sin duda, nuestra sociedad sabe cómo responder ante situaciones de riesgo, a pesar de los obstáculos, las decisiones erradas, las conductas incívicas, las actitudes insolidarias y los intereses bastardos que puedan dificultar el avance.
La esperanza y la confianza en nuestras capacidades atenúan el estado de perplejidad, incertidumbre, preocupación e indignación en el que muchos nos encontramos sumidos. Sobre todo la esperanza y la confianza en que las decisiones adoptadas hayan sido las correctas.
José Luis Arranz
papeles perdidos
15/3/20
29/5/13
Palabras, palabras, palabras
Polonius:
“-What do you read, my lord?”
Hamlet:
“-Words, words, words.”
(Hamlet,
de William Shakespeare. Acto II, Escena II.)
La
economía es la ciencia que transforma la realidad en cifras. La
política es el arte de ocultar la realidad y las cifras detrás de
las palabras. Palabras, palabras, palabras.
Triscando
los dientes de sierra del gráfico del peibé, cualquier
economista que se precie se atreve a predecir -que acierte o no, ya
es otro cantar- cuándo los números nos sacarán de la lista del
paro, cuándo cambiaremos de coche o cuándo podremos vender el piso;
surfeando la onda de la prima de riesgo, el ojo del analista experto
deduce cuánto bajarán nuestras pensiones, cuántos hospitales habrá
que privatizar o cuántas empresas echarán la persiana. Ni la Sibila
de Delfos afinó tanto profetizando calamidades, oye. Entre tanto
vaticinio y tanto malfario, ¿cómo no van a aparecer luego
los políticos para analizar los análisis, camuflar los datos con
una costra de maquillaje -sombra aquí, sombra allá- y ahogarnos los
sentidos con su verborragia y su hemorragia verbal? Palabras,
palabras, palabras.
Los
hubo que creían que bastaba con soplar para hacer botellas
(“-Dejadme a mí
-decían-, que esto lo arreglo yo antes de terminar la
mudanza.”), los hay que
reclaman otra -¡¡¿otra?!!- oportunidad
'porque-ahora-sí-sé-cómo-hacerlo' (infelices: lo que
natura non da, Salamanca non presta)
y los que continúan haciendo cola junto al escenario sin tener uña
de guitarrero (no me imagino la melodía que saldría de aquel
instrumento). Y todos, unos y otros, esconden su incapacidad, sus
frustraciones y su impericia bajo un rimero de explicaciones,
acusaciones, digresiones, justificaciones, imprecaciones y excusas.
Palabras, palabras, palabras.
Por
muy aceradas que se presenten las cifras (y 6.202.700 es mucho
acero), las plumas están derrotando a las espadas, y los discursos
-las palabras- bastan para desindignar a los indignados, atemperar
los acaloramientos, aletargar los impulsos y desapasionar las
pasiones. En el sopor de la letanía, hemos edificado una sociedad
crédula y conformista que acepta lo inaceptable, que se deja mecer
en la vacuidad del mensaje, que antepone la comodidad a la
insumisión, la indolencia a la necesidad y el asentimiento a la
irreverencia. Bajo la estridencia del verbo, hemos renunciado a la
reflexión y al debate, y hemos pretendido construir supuestas
alternativas en base a viejos argumentarios. Palabras, palabras,
palabras.
Claro
que son necesarias las palabras, pero otras palabras. Se precisan
palabras para combatir la resignación y la desesperanza; palabras
que sirvan de prólogo a la acción y a los posicionamientos;
palabras que sustenten reformas y rupturas.
Palabras
que, para no sonar huecas, tienen que salir de otras gargantas.
20/1/13
Ensayo sobre la ceguera
«Y
porque vea vuestra merced a cuánto se estendía el ingenio
deste astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me
acaecieron. [...] Acaeció que llegando a un lugar que llaman Almorox
al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo
dellas en limosna […]. Sentámonos en un valladar y [el
ciego] dijo:
-Agora
quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos
este racimo de uvas, y que hayas dél tanta parte como yo.
Partillo hemos desta manera: tú picarás una vez y yo
otra; con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva, yo
haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no
habrá engaño.
Hecho
ansí el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el
traidor mudó de propósito y comenzó a tomar de dos en dos,
considerando que yo debría hacer lo mismo. Como vi que él
quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, mas aun
pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres, y como podía las comía.
Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y
meneando la cabeza dijo:
-Lázaro,
engañado me has: juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres
a tres.
-No
comí -dije yo-, mas ¿por qué sospecháis eso?
Respondió
el sagacísimo ciego:
-¿Sabes
en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y
callabas.»
(La
vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades)
Confieso,
sin ocultar cierto pudor, que me vuelvo más desconfiado con cada
nueva cana que peino. Durante años, confié en la gente por encima
de mis posibilidades, seguí a Rousseau a pies juntillas -“To'l
mundo es güeno”- y me desollé las tragaderas empeñado en
engullir muelas de molino como si no hubiera un mañana. Cada vez que
un político se subía a un púlpito para jurar su inocencia sobre
los evangelios, ahí estaba yo, poniendo a disposición del susodicho
cuantas mejillas fueran necesarias. Sin caer en distingos entre reyes
y villanos, bastaba un “-Lo siento mucho. Me he equivocado y no
volverá a ocurrir” para iluminar las tinieblas y las dudas a
golpes de orgullo y satisfacción.
Pero
-como Scorsese- un día decidí poner fin a la edad de la inocencia y
-como Pablo de Tarso- pasarme al otro lado del mostrador (eso sí: yo
me ahorré la caída del caballo y sus consiguientes secuelas). Ahora
todo en mí es incredulidad y escepticismo, y no me resisto a
despellejar al cabrito hasta desenmascarar al lobo que -maldito
Hobbes- todos llevamos dentro. Cautiva y desarmada mi candidez (y
puesto que no se pueden escribir grandes verdades utilizando medias
tintas), me he convertido en el jefe de los talibán del recelo y la
sospecha y, ante el primer desmentido oficial, se me disparan las
alarmas antirrobo. En otro momento, me hubiera entretenido en
identificar al macho alfa y sus aullidos; hoy no pierdo el tiempo en
menudencias y embuto en la chupa de dómine más grasienta posible a
todo aquel que asome la nariz por el área pequeña.
Que
me convenza el suegro del duque de su propia inocencia. Que demuestre
il capo di tutti capi que él se enteró del pufo viendo el
telediario. Que exponga sus excusas exculpatorias el torpe
aprendiz de Savonarola redivivo que tanto predicó contra la
corrupción, el lujo y la depravación. Que lo intente, pero le va a
costar. No me refiero al corrupto confeso; sudores le va a costar a
su vecino de despacho, de escaño, de negociado, de cama o de
camarote redactar un convincente ensayo sobre su ceguera, el único
argumento que me haría aceptar que caminan entre la podredumbre sin
contaminarse, inmunes a las tentaciones transmutadas en vulgares
maletines de piel o en suntuosas bolsas de basura.
Claro
que están ciegos, porque quieren estarlo para -como el amo de
Lázaro- engullir sin remordimientos las uvas de dos en dos (no sea
que el resto de invitados les deje sin banquete) y/o revestir de
sinceridad el uniforme de traicionado y afrentado justiciero (aunque
nunca superan el nivel de 'patético vengador cornudo').
No
hay peor ciego que el que no quiere ver. Estos, encima, pretenden
conducirnos de oído. Y sin escucharnos.
2/8/12
Lágrimas de cocodrilo
Costa
del Sol, verano de 2012. Un galán maduro -bastante maduro- de
cuidada melena blanca susurra, ante un auditorio selecto, sus tristes
confidencias a un micrófono, sin poder reprimir el llanto:
“-¿Por
qué no he de llorar, si sólo así descanso? No hay penas que sin
llanto se puedan soportar.”(1)
No.
Aunque lo parezca, no se trata de un senil cantante de boleros en el
hotel Puente Romano, sino del otrora conspicuo empresario,
constructor e industrial, Rafael Gómez Sánchez, derramando ante el juez las
últimas gotas que quedaban en el tarro de su dignidad (“-Lágrimas
de hombre, que son más amargas por estar condenadas a nunca
brotar.”(2)).
Por
vergonzante que pudiera resultar, Sandokán sólo cumple con las
obligaciones que le impone su pertenencia al Club del Cocodrilo,
una asociación de condenados, acusados, imputados o implicados en
corruptelas y tratos con reptiles en la que todos sus ilustres
miembros se comprometen -una vez despojados del peso de la púrpura
y/o aligerados del peso de sus carteras- a exhibirse sin pudor al público escarnio, luciendo un estudiado rictus de contrición
-aliñado con lágrimas, en bastantes casos- y una sensiblera y
victimista declaración de inocencia. (“-Me parece una
injusticia estar preso, señor juez.”(3)).
El
cocodrilo es un animal de naturaleza inmisericorde que atenaza a sus
presas, las arrastra al fondo del río, las ahoga y las despedaza.
Mientras las devora, el movimiento de sus fauces estimula al mismo
tiempo las glándulas salivares y las lacrimales (éstas
involuntariamente, por cercanía), hasta provocar el falso llanto.
Lágrimas fingidas que no alcanzan a diluir el regusto salado de la
sangre aún caliente.
Igual
que a Rafael Gómez, hemos visto llorar a muchos cocodrilos. Ángel
Acebes, Antonio Barrientos, Teddy Bautista, José Blanco, Francisco
Camps, Mario Conde, Francisco Correa, José María del Nido, Gerardo
Díaz Ferrán, Jorge Dorribo, José María Enríquez, Carlos Fabra,
Antonio Fernández, Francisco Javier Guerrero, Jaume Matas, María
Antonia Munar, Julián Muñoz, Isabel Pantoja, Oriol Pujol, Rodrigo
Rato, Francisco Javier Raventós, José Antonio Roca, Antonio Rodrigo
Torrijos, José María Ruiz Mateos, Antonio Tirado, Iñaki Urdangarín
(¡uf!, ¡me ahogo!)... cada uno de ellos ha elevado al cielo sus
cuitas y sus lamentos (“-Cada cual en este mundo cuenta el
cuento a su manera.”(4)) sin revelar -eso nunca- el
paradero del botín que le haga rememorar los días de vino y rosas
(“-Con lágrimas de sangre pude comprar la gloria.”(5))
y le haga olvidar la amargura de la soledad, el desdén y el
abandono.
“-Llora
mi alma de fantoche sola y triste en esta noche. Noche negra y sin
estrellas.”(6)
No
voy a caer en el error de relacionar el grado de culpa con el tamaño
de la panza (como hizo el cardenal de Guadalajara, monseñor
Sandoval: “-No hay rico que no haya robado: o es ladrón o hijo
de ladrones.”), pero que nadie espere que acuda con mi pañuelo
a enjugar lágrimas de cocodrilo.
“-Hoy,
que me lloras de veras, recuerdo tu simulacro. Perdona que no te
crea: lo tuyo es puro teatro.”(7)
Anexo musical
Puesto
que el asunto es más propio de boleros, tangos y baladas, ahí van
las autorías (a cada cual, lo suyo) y los enlaces:
26/7/12
¡Viva Draghi! ¡Ha nacido el Salvador!
En aquel tiempo, llegó a
Frankfurt (donde inventaron las salchichas y el BCE) el ministro Luis de Guindos, ascendió a la planta cuarenta
de la Eurotower, se arrodilló ante Mario Draghi e imploró:
-Señor, no soy digno de
que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.
-El Banco Central Europeo
hará lo necesario para sostener el euro -respondió el Maestro- y,
créanme, eso será suficiente.
Fue entonces cuando De
Guindos, que ya se había encaramado al balcón presto a arrojarse a
las negras aguas del río Meno, notó cómo le temblaban las piernas
y una lágrima vadeaba los profundos surcos de sus macilentas
mejillas.
-¿Me estás hablando a
mí, señor? -preguntó, incrédulo-. ¿En verdad, en verdad lo dices?
¿Puedo comunicar al mundo la buena nueva?
-Ite. Missam est.
Y se fue con la misión
cumplida. Y difundió el mensaje. Y nada más hacerlo, las aguas se
abrieron, el íbex-35 resurgió de los infiernos y el riesgo de la
prima de riesgo se abrasó en una zarza ardiente.
-¡Aleluya! -le puso a
Mariano por el whatsapp- ¡Ha nacido el salvador!
Como a Michael Corleone
en El Padrino (“-Voy a hacerle una oferta que no podrá
rechazar”), a Draghi le ha bastado una frase para triunfar,
para borrar sus desaires y para convertirse en uno de los nuestros.
A nadie parecen importarle
ya el tiempo -y el dinero- perdidos, que el diferencial con Alemania se mantenga por encima de los 550
puntos básicos, que el íbex-35 apenas supere los seis mil (en
septiembre, rondaba los diez mil puntos) y que cada subasta de deuda se
nos lleve varios millones de euros en intereses.
Al presidente del BCE se
le ha escapado que conoce la fórmula del bálsamo de Fierabrás -el
que nos aliviará de todos los males-, pero que no está dispuesto a
malgastarlo -por mucho que De Guindos se parezca a Sancho Panza- . Y
a nadie parece importarle.
El gobierno brinda hoy
con una botella medio llena porque, como dijo Escarlata O'Hara, “al
fin y al cabo, mañana será otro día”, y quién sabe mañana
qué dirá quién.
12/7/12
Hay alternativas, y lo saben
El presidente del gobierno se ha refugiado en el búnker del determinismo invencible para hacernos creer que no existen alternativas.
Cada vez que deja caer la porra sobre los maltrechos lomos de los trabajadores, nos regala la socorrida cantinela del no-hay-más-remedio. Eso y el gemidito (“-Más me duele a mí que a ti”- dice); eso y el ensayado rictus de hombre de estado que sufre con el sufrimiento de sus súbditos.
Cada vez que deja caer la porra sobre los maltrechos lomos de los trabajadores, nos regala la socorrida cantinela del no-hay-más-remedio. Eso y el gemidito (“-Más me duele a mí que a ti”- dice); eso y el ensayado rictus de hombre de estado que sufre con el sufrimiento de sus súbditos.
Nadie
pone en duda que la situación es complicada y nadie pone en duda de
que es preciso adoptar medidas extraordinarias. El Estado lleva años
-muchos años- dilapidando nuestro patrimonio y nuestra herencia, y
sólo ha aceptado la gravedad del problema cuando ya nadie le presta
dinero para seguir tapando el despilfarro (o cuando, quien lo hace,
le impone intereses leoninos). Sólo entonces ha comprendido que hay
que ingresar más y que hay que gastar menos -¡vaya lumbreras!-, y
se han puesto a buscar al pardillo que se haga cargo de la cuenta.
Cada
vez son más los economistas -y algunos sin barba- que defienden
reformas impositivas más eficaces y más justas. El catedrático de
la Universidad Pompeu Fabra, Viçenc Navarro -por ejemplo- calcula
que se obtendrían 12.000 millones de euros sólo con recuperar
algunos tributos total o parcialmente suprimidos (el impuesto sobre
los grandes patrimonios, el impuesto de sociedades -para las grandes
empresas- o el impuesto de sucesiones). Los técnicos del Ministerio
de Hacienda -otro ejemplo- proponen recaudar 6.200 millones de euros
más cada año sólo con destapar la economía sumergida, y 4.500
millones más sólo con un impuesto sobre las transacciones
financieras; eso por no hablar del fraude fiscal, por donde escapan
más de 40.000 millones de euros.
Por
tanto, ¿quién dice que no hay alternativa a subir el IVA? En Francia,
se van a aprobar impuestos especiales sobre las grandes fortunas y
las grandes sucesiones, y en Estados Unidos -el paraíso de los
liberales- Obama ha anunciado reformas fiscales en la misma línea.
Y
aún se puede ingresar por otros conceptos. El Instituto Alemán de
Investigación Económica -que no se entere la Merkel- ha propuesto
que las grandes fortunas “colaboren” -por imposición- con la
compra de deuda soberana, y numerosos colectivos aportan otras
soluciones imaginativas (la Tasa Tobbin sería un buen ejemplo) que
contribuirían a llenar la hucha.
Eso
en el capítulo de ingresos. Como en el de gastos también hay que
pegar pellizcos, se recorta en sanidad y en educación, se bajan los
sueldos de los trabajadores públicos, las pensiones y los subsidios,
se reduce el gasto público y se suprimen instituciones democráticas.
Todas ellas, medidas que afectan a los mismos, a los de siempre.
A
nadie se le ha ocurrido -o sí, pero sólo un rato- adelgazar otras
partidas. Con la que está cayendo, la Casa Real mantiene sus más de
8,2 millones de euros de presupuesto anual, el Ministerio de
Defensa sus 6.300 millones -que no sé yo de quién nos tenemos que
defender, cuando el enemigo está en casa- y la Iglesia Católica
conserva -sin recortes- su asignación de 160 millones de euros. Al
presidente del Consejo del Poder Judicial le han congelado su jornal
de 130.000 euracos -dietas y viajes a Marbella no incluidos-;
los ex presidentes, su pensión vitalicia de 80.000 euretes
-que no les impiden trabajar en empresas privadas de donde obtienen
pingües beneficios, quizás a cambio de viejos favores- y sus
señorías y señoríos, sus 4.000 euros al mes, la cama aparte
-bueno, los alquileres, sólo para los de provincias-.
A
nadie se le ha ocurrido que un país pobre, como España, no puede
permitirse administraciones duplicadas -y triplicadas, en algunos
casos-, ni cámaras repetidas -la del Senado, empieza a ser ya una
reforma urgente-. No puede sostener la actual corte de asesores,
jefes de gabinete y mamporreros, ni puede seguir subvencionando a
tanto liberado, a tantos partidos políticos, al cuerpo de
traductores y a las embajadas en Andorra. No puede, pero lo hace, y el gobierno seguirá culpando a la Merkel, a Draghi o al chachachá, y seguirá escudándose en que no hay alternativa.
Lo
malo es que tiene -parcialmente- razón: mires para la derecha o
mires para la izquierda, todos están escondidos detrás del mismo
burladero.
27/6/12
IU, incumplimiento de contrato
El peso de la púrpura ha
terminado por desnortar a Izquierda Unida.
Al final, la rebelión
prometida ha resultado ser interna y la han protagonizado los
representantes de esta formación política en el Parlamento de
Andalucía: han prendido las antorchas y han metido fuego a su propio
programa electoral. Quienes presumen de ser los -únicos y genuinos-
defensores de la clase obrera, han decidido bendecir con sus votos,
necesarios e imprescindibles, la enésima agresión a los derechos de
los trabajadores.
Llevan años asegurando
que existen alternativas y que la salida está a la izquierda (al
fondo, pero a la izquierda). Años prestándole el megáfono a todo
el que ha querido gritar, y situando su pancarta al frente de
cualquier movilización. Años luciendo camisetas verdes, moradas y rojas (“-Con este
tipín, cualquier cosa me sienta bien.”); años ideando eslóganes,
años acompañando encierros y sentadas... y han bastado cien días
rascando en el banco azul para sacarles los colores.
Su líder -donde dije
digo, digo Diego- Valderas ha sufrido un repentino ataque de amnesia
-alguna sustancia estupefaciente, que le habrán echado en la cartera
vicepresidencial- para argumentar, sin vergüenza, las mismas
justificaciones que él mismo criticó (“-No, si no soy yo. Es el
PP, que me obliga”, “-No os preocupéis que, en cuanto haya
pasta, os pagamos todo de golpe”).
Una pérdida -selectiva-
de memoria que le ha permitido olvidar aquellas viejas demandas: más
gasto público, lucha contra el fraude fiscal, reducción de altos
cargos, reforma de la administración paralela, negociación
colectiva y acuerdo con los sindicatos, protección social, impuestos
para los más ricos (por cierto, el impuesto sobre campos de golf va
a dar mucho que hablar), persecución de la economía sumergida... Aquellas
propuestas que convencieron a tantos en las últimas elecciones y que
le permitieron crecer más de un 37% en el número de votos (pasaron
de 317.562 a 437.445) y duplicar el número de asientos (de 6 a 12).
Izquierda Unida ha
cambiado de catecismo, pero sólo en Andalucía. En el resto de
España, se mantiene en la otra orilla y rechaza las propuestas que
exclusivamente defiende en el Hospital de las Cinco Llagas, con el
argumento -casi de Estado- de que es la única manera de sostener al
mismo gobierno que llevan treinta años intentando desbancar.
Izquierda Unida no ha
entendido el mensaje (“¡No es eso, no es eso!”, que escribió
Ortega y Gasset) y ha apostado a una carta -la más alta- buena parte
de su credibilidad presente y futura. Temerariamente, ha decidido
cambiar por un plato de lentejas el contrato que firmó el 25 de
marzo con sus electores, y ni el clamor de propios ni el estupor de
propios y extraños han movido el fiel de una balanza demasiado
desequilibrada por el peso de los coches oficiales.
Coches que no aliviarán
la travesía del desierto cuando, dentro de cuatro años, los
votantes les demanden por incumplimiento de contrato.
Epílogo
El artículo 259 de la
Constitución de Colombia proclama: “Quienes elijan gobernadores y
alcaldes, imponen por mandato al elegido el programa que presentó al
inscribirse como candidato”. O sea, que el programa electoral es de
obligado cumplimiento para los políticos colombianos.
En España, un auto del
Tribunal Supremo dictado en 2005 -que ha sentado jurisprudencia-
determinó que “las 'promesas electorales' y su cumplimiento forman
parte esencial de la acción política, enmarcada en principios de
libertad de hacer o no hacer [...] que escapan al control
jurisdiccional”. Es decir, que los políticos españoles pueden
decidir libremente por dónde se pasan el programa con que se
presentan a las elecciones. Y así nos va.
22/6/12
Los huérfanos de Rajoy
Vale que el poder desgasta. Vale que la
realidad del ejercicio de gobierno difícilmente puede corresponderse
-ciento por ciento- con la utópica idealización que previamente
dibuja negro sobre blanco el gabinete electoral. Vale que, cada vez
que un nuevo inquilino revuelve el doble fondo de los cajones y
levanta las alfombras de su nuevo despacho, se encuentra con
obstáculos insorteables que le conducen irremisiblemente hacia rutas
indeseadas.
Todo eso vale, pero es que los seis
primeros meses de Rajoy han superado las peores expectativas.
El presidente del gobierno ha
conseguido, en sólo ciento ochenta días, agotar buena parte de su
crédito, defraudar a su electorado, rearmar a sus opositores y
vaciar de argumentos a sus más inquebrantables e incondicionales
defensores.
Según el último barómetro del CIS
(publicado en mayo de 2012), el 56% de quienes votaron al PP el
pasado mes de noviembre creen que la actual situación económica es
peor que cuando los populares desembarcaron -hace ahora un año- en
la mayoría de los ayuntamientos y comunidades autónomas, y el 42%
de esos votantes opinan que la situación política hoy es 'mala' o
'muy mala' (a modo de anécdota, el 2% de los electores del PP cree
que el principal problema de España es su gobierno).
Mariano Rajoy lleva más de un año
-desde la campaña de las municipales, por lo menos- reclamando su
derecho a gobernar, para solucionar los problemas de la nación;
reivindicando un masivo apoyo popular con el que activar su fórmula
mágica, su receta para generar confianza en los inversores,
incentivar la creación de empresas, crear puestos de trabajo,
optimizar los recursos y mejorar los servicios públicos. Una
ecuación milagrosa basada en recortes y repagos que, lejos de
reportar beneficios, no ha hecho sino aunar a sectores de lo más
variopinto en la tribuna de las quejas.
La política fiscal (la subida del IRPF
y la del IBI, y la del IVA, que viene) ha roto los esquemas a los
empresarios y a los liberales -tanto monta, monta tanto- otrora
fieles escuderos de Rajoy, Los recortes en la administración pública
(menos sueldo, más horas, menos derechos) han rebelado a los
funcionarios, interinos, laborales y eventuales, empezando por el
grupo E y terminando por el grupo A. Los desempleados que votaron a
Rajoy confiando en que les buscaría un trabajo, se han encontrado
con que, en lugar de eso, les reduce las prestaciones, y los
pensionistas que esperaban garantizar sus pagas (“-¡La Caja de la
Seguridad Social se hunde!”-, decían) tienen ahora que aflojar la mosca cuando retiran la nifedipina y el omeprazol. Los emprendedores
esperan y desesperan, y hasta las víctimas del terrorismo se quejan
de sus desaires.
Ni se ha acabado con la corrupción, ni
con el despilfarro autonómico. Ni se han terminado las injerencias
(los nombramientos en la RTVE y en el CGPJ son sólo dos ejemplos),
ni los despropósitos. Como siempre, gana la banca y pierden los
desahuciados, bajan los créditos y suben los ERE, y el país sigue
sin pintar nada ni en Europa ni en el mundo (bueno, en el mundo sí:
don Mariano ya es presidente de las Islas Salomón).
Rajoy ha sembrado España de huérfanos
-de huérfanos políticos, se entiende-, de ingenuos electores que
creyeron sus promesas, que confiaron en sus soluciones y que
depositaron en su gestión lo que les quedaba de confianza. Votos
prestados para impulsar un cambio de rumbo que ha resultado ser un
giro hacia ninguna parte.
Y, mientras, el presidente calla y se
refugia en el burladero, e insta a sus subalternos a que intenten
ocuparse del miura, ante el pasmo del personal que -desde el sol y
desde la sombra- no acierta a entender cómo le han metido en esta
faena.
9/6/12
Rescate y fracaso
Mientras los tirios y los
troyanos discernían si eran galgos o si eran podencos (“-Ministro,
tacha 'rescate' y di 'apoyo financiero', a ver si cuela”), los
hombres de negro cruzaban la frontera conduciendo centenares de
furgones blindados cargados de lingotes de oro. Lo llamen como lo llamen.
Tras meses de asedio, el
gobierno ha entregado las llaves. Ha rendido la
plaza, ha franqueado el paso que con tanto empeño -¿cómo se dice
'orgullo' en alemán?- defendió, ha abierto los ventanales y ha
enseñado sus vergüenzas. Ha reconocido -urbi et orbi- el pecado que
todos conocían: este país no puede salir del agujero sin ayuda.
Es cierto que se trata de
una intervención singular (en realidad, es casi más un préstamo
que un rescate), pero uno de sus efectos -quizás el más temido- se
mantiene y puede resultar demoledor. Por mucho que algún ministro
piense que todos nos hemos caído del guindo, no hay peor manera de
convencer a los especuladores de que es seguro invertir en España
que asomarse al balcón y pregonar nuestras miserias.
Y, si no, ¿por qué se
ha esperado tanto? ¿Cuánto dinero ha costado a las arcas públicas
estas semanas de innecesaria -según el gobierno- incertidumbre? Y,
si no ha existido ultimátum por parte de los socios, ¿por qué
tantas prisas de última hora? ¿Había que dar la rueda de prensa en
el descanso del Holanda-Dinamarca? (Por lo menos, terminó antes de
que empezara el Alemania-Portugal). Y -la prueba más concluyente- si
de verdad se trata de una buena noticia, si es la solución para
todos nuestros males ¿dónde estaba Rajoy?
Europa ha colocado un
cobrador del frac en la puerta de La Moncloa, y eso -lo diga Agamenón
o su porquero- es un fracaso. Fracaso de un estado con complejo de
inferioridad, que acaba de ingresar -por méritos propios- en el Club
de los Morosos. Fracaso de un gobierno sin recursos, que termina por
admitir su incapacidad para hacer aquello a lo que vinieron, y que
ahora ve cuestionado un ineficaz programa de ajustes. Fracaso de un
presidente titubeante y desnortado, que cambia constante e
irresponsablemente de opinión y de criterio, y que se ha instalado
sin pudor en la corrección y en la improvisación continuas.
Lo adornen como lo
adornen, este rescate -perdón, este generoso apoyo al sistema
financiero- no era la solución reclamada. El ejecutivo lleva semanas
mendigando unos eurobonos con los que obtener sus propios recursos a
precio de buen pagador, y todavía se escuchan las carcajadas con las
que respondió la kaiseresa. Reclamó después una legislación a
medida bajo la que camuflar el salvamento (“-Sálvame este banco,
hombre, que hoy no llevo suelto.”) pero la Unión Europea le dejó
bien clarito quién puede exigir excepciones y quién no. Al final,
no le quedó más remedio que aceptar un plato de lentejas -si
quieres, las comes...- al que, aunque tenga mejor pinta que los que
les sirvieron a Irlanda y a Portugal, se le adivina una pesada
digestión y hasta un cólico electoral.
España ha claudicado y
ha asumido su papel. Lo llamen como lo llamen.
2/6/12
Échame una mano, prima
Como buen español, Mariano Rajoy no se lleva bien con su
familia política. Lo más sangrante, en este caso, es que es su familia quien gobierna en Europa; la que podría -con un simple
gesto- aliviar su calvario.
Mientras estaba en la oposición, el hoy presidente del gobierno
presumía de los respectivos logros de sus correligionarios del
Partido Popular Europeo y los ponía de ejemplo de lo que estaba por
llegar. Usaba cromos con la imagen de Angela Merkel y de Nicolas
Sarkozy para señalar el camino de la salvación al Zapatero
descarriado y alardeaba de pertenecer al grupo de los elegidos que
compartían la fórmula mágica y secreta del éxito. Hoy, ciento
sesenta y cuatro días después de jurar la Constitución, a Rajoy ni
le cogen el teléfono.
Y eso a pesar de que son familia. Porque, aunque no lo parezca, todos
los que amenazan, chantajean y extorsionan inmisericordemente al
gobierno español pertenecen a su misma formación política y comparten sus mismos principios.
El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão
Barroso, milita en el Partido Popular Democratico/Partido
Social Democrata (PPD-PSD) portugués desde 1980 (llegó a
liderarlo) y fue ministro, jefe de la oposición y presidente del
gobierno con esas siglas, que hoy se integran en el Partido Popular
Europeo.
Herman Van Rompuy, presidente del Consejo Europeo, fue primer
ministro, presidente del congreso belga y varias veces ministro
representando al Partido Cristiano Demócrata y Flamenco
(Christen-Democratisch en Vlaams,
CD&V), miembro del PPE.
El presidente del Eurogrupo (algo
así como el superministro europeo de Economía y Finanzas) también
pertenece al PPE. Jean-Claude
Junker -primer ministro
luxemburgués- milita en el Partido Popular Social Cristiano
(Chrëschtlech Sozial Vollekspartei , CSV)
del Gran Ducado de Luxemburgo.
Christine Lagarde,
directora-gerente del FMI (Fondo Monetario Internacional) forma parte
de la Unión por un Movimiento Popular (Union
pour un Mouvement Populaire,
UPE), con la que defendió la cartera de Economía y Finanzas en uno
de los últimos gobiernos de Sarkozy. Evidentemente, también dentro
de los populares europeos.
Y, por último, ¿adivinan quien es la presidenta de la Unión
Demócrata Cristiana (Christlich-Demokratische Union, CDU)
alemana, uno de los pilares del PPE? Efectivamente: Angela Merkel.
Sólo se echan a faltar
dos nombres: Mario Draghi y Olli Rehn. El primero,
presidente del Banco Central Europeo, no tiene adscripción política
reconocida, aunque llegó a la política italiana de la mano de
Andreotti (es decir: Democracia Cristiana; es decir: PPE), y el
segundo, comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios,
milita en el Partido del Centro (Suomen Keskusta) de
Finlandia, encuadrado en el Grupo Liberal del europarlamento.
Estos siete magníficos
conformaban el equipo llamado a reeducar a la más díscola de las
primas -la de riesgo- pero, lejos de domesticarla, no hacen sino
alimentar su rebeldía. Eran, hasta primeros de año, los avalistas
de un proyecto que hoy camina desnortado, sin el apoyo internacional
imprescindible para taponar la hemorragia por la que se desangra el
rédito electoral cosechado hace apenas cinco meses.
Han abandonado a su
suerte el barco que prometieron remolcar, y se alejan de él
temerosos del remolino que -cuando las vías de agua que ya lo hacen
ingobernable, lo condenen al fondo del mar- amenaza con salpicarle
los zapatos de piel de becerro.
Y es que, como dice el
refrán castellano, “con la familia, comer y beber, pero no comprar
ni vender”.
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