«Y
porque vea vuestra merced a cuánto se estendía el ingenio
deste astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me
acaecieron. [...] Acaeció que llegando a un lugar que llaman Almorox
al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo
dellas en limosna […]. Sentámonos en un valladar y [el
ciego] dijo:
-Agora
quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos
este racimo de uvas, y que hayas dél tanta parte como yo.
Partillo hemos desta manera: tú picarás una vez y yo
otra; con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva, yo
haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no
habrá engaño.
Hecho
ansí el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el
traidor mudó de propósito y comenzó a tomar de dos en dos,
considerando que yo debría hacer lo mismo. Como vi que él
quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, mas aun
pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres, y como podía las comía.
Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y
meneando la cabeza dijo:
-Lázaro,
engañado me has: juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres
a tres.
-No
comí -dije yo-, mas ¿por qué sospecháis eso?
Respondió
el sagacísimo ciego:
-¿Sabes
en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y
callabas.»
(La
vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades)
Confieso,
sin ocultar cierto pudor, que me vuelvo más desconfiado con cada
nueva cana que peino. Durante años, confié en la gente por encima
de mis posibilidades, seguí a Rousseau a pies juntillas -“To'l
mundo es güeno”- y me desollé las tragaderas empeñado en
engullir muelas de molino como si no hubiera un mañana. Cada vez que
un político se subía a un púlpito para jurar su inocencia sobre
los evangelios, ahí estaba yo, poniendo a disposición del susodicho
cuantas mejillas fueran necesarias. Sin caer en distingos entre reyes
y villanos, bastaba un “-Lo siento mucho. Me he equivocado y no
volverá a ocurrir” para iluminar las tinieblas y las dudas a
golpes de orgullo y satisfacción.
Pero
-como Scorsese- un día decidí poner fin a la edad de la inocencia y
-como Pablo de Tarso- pasarme al otro lado del mostrador (eso sí: yo
me ahorré la caída del caballo y sus consiguientes secuelas). Ahora
todo en mí es incredulidad y escepticismo, y no me resisto a
despellejar al cabrito hasta desenmascarar al lobo que -maldito
Hobbes- todos llevamos dentro. Cautiva y desarmada mi candidez (y
puesto que no se pueden escribir grandes verdades utilizando medias
tintas), me he convertido en el jefe de los talibán del recelo y la
sospecha y, ante el primer desmentido oficial, se me disparan las
alarmas antirrobo. En otro momento, me hubiera entretenido en
identificar al macho alfa y sus aullidos; hoy no pierdo el tiempo en
menudencias y embuto en la chupa de dómine más grasienta posible a
todo aquel que asome la nariz por el área pequeña.
Que
me convenza el suegro del duque de su propia inocencia. Que demuestre
il capo di tutti capi que él se enteró del pufo viendo el
telediario. Que exponga sus excusas exculpatorias el torpe
aprendiz de Savonarola redivivo que tanto predicó contra la
corrupción, el lujo y la depravación. Que lo intente, pero le va a
costar. No me refiero al corrupto confeso; sudores le va a costar a
su vecino de despacho, de escaño, de negociado, de cama o de
camarote redactar un convincente ensayo sobre su ceguera, el único
argumento que me haría aceptar que caminan entre la podredumbre sin
contaminarse, inmunes a las tentaciones transmutadas en vulgares
maletines de piel o en suntuosas bolsas de basura.
Claro
que están ciegos, porque quieren estarlo para -como el amo de
Lázaro- engullir sin remordimientos las uvas de dos en dos (no sea
que el resto de invitados les deje sin banquete) y/o revestir de
sinceridad el uniforme de traicionado y afrentado justiciero (aunque
nunca superan el nivel de 'patético vengador cornudo').
No
hay peor ciego que el que no quiere ver. Estos, encima, pretenden
conducirnos de oído. Y sin escucharnos.