Si a alguien le quedaban dudas sobre la
pertenencia o no de Iñaki Urdangarín a la Casa Real, la bochornosa
función de este fin de semana ha despejado cualquier incógnita:
su-excelencia-el-duque sigue siendo uno de los nuestros.
O, al menos, actúa como si lo fuera.
Primero renunció a un real privilegio -tan campechano como su
suegro- y accedió a apearse del coche en el lugar en el que lo hacen
los plebeyos. Después lo vimos desfilar -¡qué lastima que no
hubiera alfombra roja!- tan alto, tan guapo, tan delgado y tan rubio
como toda esta rama borbona mejorada con sangre danesa (los apellidos
de Sofía -Schleswig, Holstein, Sonderburg y Glücksburg- han
cumplido su trabajo genético); hizo el paseíllo oculto tras un
rictus estudiado -mezcla de seriedad, altanería e indiferencia- parecido al que debió lucir Luis XVI de Borbón camino de la
guillotina, y con él -como Louis Le Dérnier- logró protegerse de
los gritos, de los insultos, de las pancartas, de los huevazos y
hasta del morao de las banderas. Fingió romper el protocolo para
acercarse a los periodistas -esto lo ha aprendido de la Ortiz, su
concuñada- y regalar, a quienes llevaban horas estirando el brazo,
un comunicado oficial educado, conciso y directo, memorizado -porque
ahí no estaba el teleprompter de leer encíclicas navideñas- y
definitivo: sin apostillas, réplicas ni preguntas.
Eso, en la parte pública. Dentro del
juzgado: aún más borbón si cabe. A fuerza de
“no-sabe-no-contesta”, consiguió acabar con la paciencia del
juez más cansino de todos los que en España se adornan con
puñetas, incapaz de obtener una confesión distinta a la del
recurrente “mi-reino-no-es-de-este-mundo” o del lastimero
“se-han-aprovechado-de-mí”. Horas y más horas que se ciñen al
guión de los últimos treinta y siete años: preguntas sin
respuestas, acciones sin responsabilidad, evidencias ignoradas,
justificaciones inverosímiles y reparto inclemente de culpas.
Con lo único con lo que no había
contado es con el inmisericorde cainismo de la real familia,
dispuesta a sacrificar cuantas piezas hagan falta por evitar el jaque
al rey y, si es necesario, a emplear para ello los argumentos que le
salen del spottorno. Si el rey no dudó en enfrentarse a su
padre -entonces jefe de la Casa Real- con tal de ceñirse la corona,
y ni se plantea -a pesar de su evidentemente deteriorado estado de
salud- ceder el báculo al principito cuarentón (con la edad actual
del heredero, Juan Carlos ya llevaba siete años reinando y había
superado el cambio de régimen, tres elecciones generales y una
intentona golpista), a nadie se le pasa por la cabeza que vaya a
poner en riesgo su supervivencia con tal de salvar a la oveja descarriada.
Pese a ello, Urdangarín se ha mostrado
como el más leal de los súbditos, implorando lo único que parece
preocuparle: un perdón y un auxilio regios (“Del rey abajo,
ninguno”, como escribió Francisco de Rojas Zorrilla) que hace años
le fueron negados (Rojas Zorrilla también escribió “El Caín de
Cataluña” y “El mejor amigo, el muerto”), así que sólo le
resta aguardar en su exilio dorado la justicia de los hombres.
A ver si, entonces, le vuelve la
memoria.