En 1920, un grupo de
jóvenes socialistas (entre ellos, Dolores Ibárruri) fundó el
Partido Comunista Español; un año más tarde, un grupo de afiliados
del PSOE -alguno de ellos, dirigente y fundador, junto a Pablo
Iglesias- se escindió para crear el PCOE (Partido Comunista Obrero
Español). En marzo de 1922, las dos formaciones recién constituidas
se unieron en el primer congreso del Partido Comunista de España.
Noventa años llevan PSOE e Izquierda Unida compitiendo y disputándose el mismo territorio de caza,
distanciándose y acercándose en lo ideológico, sumando fuerzas (en
contadas ocasiones) y negándose mayorías (las más de las veces).
El partido de los comunistas nació y creció por la frustración de
los socialistas desencantados, aunque ahora -sobre todo en las últimas
décadas- los trasvases suelen llevar la dirección contraria.
Casi un siglo de
convivencia en el que ha habido más desencuentros que cooperación,
más deslealtad que auxilio. Únicamente han compartido consejo de
ministros entre 1936 y 1939 (sólo cuando Largo Caballero exigió al
PCE que se implicara en el gobierno, aceptaron sendas carteras Jesús Hernández Tomás
-diputado por Córdoba- y Vicente Uribe), prólogo de un rimero de
colaboraciones más obligadas que pretendidas. No supieron -ni
quisieron- entenderse durante la dictadura (cuando el PCE era el
Partido) ni en los albores de la transición (los comunistas
impulsaron la Junta Democrática -en 1974- y los socialistas, la
Plataforma de Convergencia -en 1975-), rivalidad que alcanzó su cénit cuando Felipe González aconsejó a Adolfo Suárez (28 de noviembre
de 1976) que no legalizara el partido de Santiago Carrillo, que esperara hasta que
la democracia estuviera consolidada. [Cinco meses después -9 de
abril de 1977-, se produjo la legalización, probablemente para
promover la división del electorado de izquierdas]
A partir de 1977, PSOE y
PCE (desde 1986, Izquierda Unida) se han repartido -bien es cierto
que de manera muy desigual- los mismos votos: cuando uno crece,
pierde apoyos el otro; cuando se desgasta uno, el otro se recupera.
Los dos intentan pescar en piscina ajena y celebran como
triunfos propios los fracasos del vecino.
En este periodo, a
Izquierda Unida le ha ido mejor cuanto más se ha alejado del partido
socialista. Su época dorada (1993-1996) coincide con la
consolidación de Julio Anguita en el liderazgo de la formación. En
ese periodo, cuando el Califa predica que el PSOE se encuentra en
la otra orilla (junto al Partido Popular), IU rompe sus techos y
llega a sumar 2,5 millones de votos y 3.500 concejales en las Municipales de 1995 (en 2011: 900 mil votos y 900 concejales menos),
y 2,6 millones de votos en la Generales de 1996 (ni Gerardo Iglesias
-diez años antes- ni Gaspar Llamazares -doce años después- alcanzaron el millón); ese año, Izquierda Unida contó con 21
diputados en el Congreso -casi como en el 79-, una renta que se fue desvaneciendo convocatoria tras convocatoria (de 21 a 8, de 8 a 5, de 5 a
2).
En el Parlamento de
Andalucía, Izquierda Unida mantiene su plusmarca personal en las
veinte actas obtenidas en 1994. Hoy, con ocho parlamentarios menos,
se debate entre desembarcar con sus doce escaños en la orilla del
PSOE o ponerse de perfil y permitir que el enemigo común acceda
al trono. Un debate con muchos pros y muchos contras.
Las coaliciones cuestan,
y cuestan más al socio minoritario: los electores suelen castigar
ese voto diferido -“Para que tú entregues mi voto, lo entrego yo,
directamente”- y las disensiones internas desangran y dejan
cicatrices indelebles. En este caso, IU lleva treinta años
criticando a quienes ahora le convocan a la reunión de los martes,
treinta años recriminando aptitudes y actitudes, treinta años
soportando rodillos y desaires. Treinta años y ninguna garantía de
que los próximos cuatro vayan a ser radicalmente distintos y de que la
mancha de grasa que ellos mismos denunciaron no les acabe pringando.
En el otro platillo de la
balanza está el plato de lentejas. Por mucho que Izquierda Unida
insista en que sólo formará parte del gobierno andaluz para hacerlo
girar a la izquierda, a nadie se le escapa lo que supondría entrar
en ese gabinete, la relevancia de gestionar presupuestos y la
importancia de designar cargos públicos. Además, gobernar -siempre
que gobiernen bien- aunque sea sólo un par de áreas, les aportará
el marchamo de calidad y credibilidad que hasta ahora se les ha
negado, y que adornará su currículum en la próxima cita con las
urnas. Tienen la oportunidad de demostrar que el programa electoral
de IU es algo más que una interesante -pero utópica- declaración
de intenciones.
Los ortodoxos de la
teoría de las orillas y los exégetas del ideario prefieren no beber
de ese cáliz pero, con la que está cayendo, ¿quién desprecia unas lentejas? Cuesten lo que cuesten.